COLUMNISTAS
guerra en siria

Regreso del clásico Este vs. Oeste

La realpolitik de una Rusia con instinto de poder global que frenó la intención de Estados Unidos. Las armas químicas y la guerra en Damasco. El rol de la ONU.

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Italia, 15 de septiembre de 2013. Una vez cada dos años, se organiza en Venecia una exposición internacional de arte contemporáneo; la actual es la 55ª.

En el pabellón del Líbano, una instalación de video (según la crítica, una “extraordinariamente bien armada mezcla de realidad e historia personal”) sacude las emociones: es la historia de un joven libanés (Akram Zaatari) que investiga y devela la historia de un piloto de la fuerza aérea de Israel (Hagáir Tamir) que se negó a bombardear una escuela a la que había asistido de chico, cambió el rumbo de su caza y terminó por arrojar al mar sus artefactos atroces. Una historia prohibida, oculta por años, que culmina más de dos décadas después con una carta del joven libanés al piloto israelí.

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Todo evoca las Cartas a un amigo alemán, textos sobre el Mal absoluto y la fraternidad que Albert Camus escribió entre julio de 1943 y julio de 1944 –días después de la liberación de París–, exhortando a construir lo que otro francés (Georges Bernanos) llamó “una catedral de manos”, que pudiese suturar las heridas terribles y propusiese la solidaridad como modo de reparación del odio. Dice Camus: “Cuando el autor de estas cartas dice ‘ustedes’, no quiere decir ‘ustedes, los alemanes’, sino ‘ustedes, los nazis’. Cuando dice ‘nosotros’, no siempre significa ‘nosotros, los franceses’, sino ‘nosotros, los europeos libres’. Contrapongo con ello dos actitudes, no dos naciones, por más que esas dos naciones hayan conservado, en un momento determinado de la Historia, dos actitudes enemigas”.

La reciente propuesta rusa del canciller Serguei Lavrov, acaso menos inspirada en los pensamientos altruistas de la Europa en ruinas que en la   realpolitik de una Rusia con instinto de poder global, contiene elementos de racionalidad, inteligencia política y efectos balsámicos necesarios hoy en el contexto de la grave crisis siria, frente a la retórica obamiana que considera que actuar contra Siria es lo que haría “excepcionales” (una vez más) a los norteamericanos.

Porque Rusia, viejo vecino y horma histórica de partes de la región –en cuyo vasto territorio residen partes de la religión: millones de musulmanes–, detectó esta vez con mayor sentido geopolítico que Washington las dimensiones del riesgo que implicaba un uso casi irreflexivo de la fuerza militar.

En las Cartas..., Camus cita a Pascal: “No se muestra la grandeza situándose en un extremo, sino tocando ambos a la vez”. Un ejemplo ilustra la hondura del abismo que se estaba abriendo en Oriente Próximo.

Maalula, jueves 5 de septiembre de 2013. Esta aldea de dos mil habitantes empieza a despoblarse por goteo. Un grupo de militantes armados de Al Qaeda ingresa al pueblo y ocupa las iglesias profiriendo amenazas a cada poblador. Las palabras brotan con explosiva impavidez; es imposible expresar el horror, pero inevitable intentarlo. Maalula (“Entrada” en arameo antiguo) es un pueblo cristiano, situado a unos cincuenta kilómetros de Damasco.

Son muchos los pueblos cristianos en Siria, pero éste tiene una doble importancia: es el último lugar en el  que se habla una versión del idioma arameo muy próxima a la del dialecto que utilizaba Jesús de Nazareth. Sus templos, el sitio mismo –áspero y quebrado– protegieron la intimidad de esa cultura durante centenares de años. La autopista Damasco-Aleppo vino a desenclavarlo; la guerra, a ubicarlo en la ciber-realidad universal.

Mientras el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, filtraba la información de que los primeros cincuenta milicianos rebeldes entrenados y equipados por la CIA habían ingresado en territorio sirio, la noticia del ataque de Al Qaeda al pueblecito de Maalula se desparramaba por los medios electrónicos de comunicación.

La muy tenue trama de convivencia en la diversidad, tejida durante siglos en Siria, entre cristianos ortodoxos, maronitas, alauitas, arameos, drusos, kurdos, musulmanes chiíes y suníes, y varias pequeñas comunidades judías es (¿o “era”?)  el resultado de años de experiencia acumulada a través de matanzas, invasiones y servidumbres, pero también de la adquisición progresiva del hábito del otro. Sedimentos sociales superpuestos y acumulados mientras vivieron bajo la férula de diversos imperios (el romano, el bizantino, el otomano, el colonial) y que enseñaron a todas estas ricas porciones y segmentos comunitarios a convivir.

Assad padre e hijo, tanto o más feroces que los monarcas, dictadores o administradores coloniales que los precedieron, no fueron una excepción. Tuvieron, sí, la astucia de mantener la pluralidad sin resignar obediencia, añadiendo como nuevos ingredientes un componente nacionalista y otro laico.

Cuando los presidentes de Estados Unidos y de Francia asumieron la responsabilidad de castigar al gobierno de Damasco por el supuesto uso de armas químicas contra un barrio de esa ciudad (Jobar), dejaron libre al genio de la botella. Algunos analistas y estudiosos norteamericanos (y de otros lugares) corrieron la voz de alarma; pronto la diplomacia y parte de la dirigencia política se dieron cuenta de lo que se estaba por desatar y de la enorme dificultad que iba a significar el intentar detener la pulverización de una rebelión en mil guerras de todos contra todos. Acaso peor aún, el error de armar a Al Qaeda al tiempo que se recuerda la fecha fatídica del atentado a las torres del World Trade Center. Tamaño contrasentido, por no hablar de extravío, hizo que rápidamente Washington diera signos de recibir favorablemente la propuesta rusa.

Tiempo de pausa, de tregua a la ignorancia, arrogancia o cálculo que prevalecieron en Irak, Afganistán y Libia, y fijaron en esos casos los espacios muy limitados que deja el empleo de las armas para resolver nudos con centurias de vida.

Aquellas petulancias ignoraron también que Rusia, país menos maltrecho que como se lo presentaba en los años 90 (aunque insista con exhibirlo de tal modo algún pensamiento hegemonista) y que viene consolidando su posición en sus zonas de influencia, no iba a aceptar así como así una irrupción occidental más.

De hecho, ya no lo había permitido. Cuando Europa consintió la independencia de Kosovo (2008), Rusia apoyó a la separatista Osetia del Sur y a Abjasia contra Georgia (quien tenía soldados en Irak). Por añadidura, no podía pasar por alto el hecho de que a Siria están yendo a hacer práctica revolucionaria los combatientes islámicos que después aparecerán en diferentes partes del mundo, entre otros lugares en el Cáucaso Norte, en Daguestán, en Chechenia, y esto significaría un brote de terrorismo renovado. El presidente Obama, a lo mejor por consejo de frívolos, creyó que se trataba de una bravata de Putin, hasta que las advertencias fueron deletreadas durante los veinte minutos de conversación que vienen de tener en San Petersburgo.

Rusia, el Parlamento inglés, China, la Liga Arabe, la Unión Europea y muchos otros Estados pusieron claro que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no puede ser dejado de lado cuando Estados Unidos no consigue los cinco votos, y respetado cuando cuenta con ellos. Al menos, ya no respecto de estos Estados Unidos.

La aceptación por Walid Al Moallen, canciller sirio, de la propuesta rusa de poner bajo control internacional las armas químicas del Ejército –y las de los rebeldes– y aceptar que su gobierno firme el tratado que proscribe el uso de esas armas, ha abierto un espacio de negociación por las buenas que irrita mucho a los rebeldes más enconados y a sus padrinos externos.

Mientras tanto, en estos días se conocerá el texto del informe de la ONU sobre los presuntos crímenes de guerra cometidos por el Ejército regular y por los rebeldes, lo que arrojará quizá una luz menos contrastada sobre mentira y verdad, y sobre culpables o inocentes, en un enfrentamiento que no se caracteriza por consideraciones éticas o humanitarias entre los sectores involucrados.