De un lado, un gobierno en las antípodas de la “buena onda” de campaña, del namaste de sus retiros espirituales, y de la “República”. Del otro, una ciudadanía hipersensibilizada por fantasmas noventistas de ninguneo a sus mayores, renuente a comprar un envoltorio de reforma porque huele a ajuste que, aunque necesario, desvirtúa la esencia de toda reforma: subordinar el mercado al bien común, y porque la variable “a ajustar” sea la misma que se declama favorecer. ¿Por qué financiar gobernadores –más preocupados por impartir voto positivo a su tropa que por el bienestar de sus septuagenarios– y el déficit, con la carencia y no con la abundancia de quienes, solo llevando la teoría liberal al absurdo, puede decirse que tal hecho los haría escamotear inversiones? Y si así fuese, ¿son todas estas tan beneficiosas e intangibles como los sectores que las generan? Urge un debate que el macrismo se obstina en no dar.
La razón que se esgrime del aumento en la edad de retiro es el envejecimiento poblacional. Trabajadores que sufren mayores cargas sociales –y menores salarios– para sostener un sistema de reparto con una proporción creciente de pasivos, por la caída de la natalidad.
Los países ricos se interpelan hoy sobre las ventajas de una disminución en gastos de pensiones y la redistribución de tales recursos hacia desocupados para impulsar empleo juvenil, atendiendo al vínculo entre calidad de salud pública, ausentismo y productividad laboral por edades. Pero trasladar tal interpelación acríticamente a países pobres, con baja contención social y Estados que invisivilizan a sus excluidos, es temerario: las ventajas de un eventual incremento etario en el retiro nada desdeñables en términos del ahorro acarrean problemas mayores que los que se pretenden solucionar. La esperanza de vida al nacer es la edad que se espera que viva una persona. Argentina, con 76 años, está siete años atrasada respecto de los países más avanzados de la UE, cuyos habitantes envejecen según altos estándares de salud física y mental. No es el caso nuestro, donde, además, la dispersión respecto de la media la hace menos representativa que en la UE, con provincias que llegan a los 70 años y otras por encima de los 79, cortesía de la enorme brecha territorial en el acceso a la salud y educación. En dicho marco el incremento en la edad de jubilación sin discernir por regiones manifiesta no solo una mirada de nación umbilical, un error en lo económico, sino un grotesco ejemplo de darwinismo social por fomentar la creación de una nueva cohorte de “ninis” (no pueden trabajar, ni jubilarse), más vulnerables, por edad, y en un ecosistema cultural que no consagra la vejez. Asimismo, el fomento a la permanencia voluntaria es un horror de gestión, si se advierte que la pobreza en el interior no solo genera una baja productividad laboral en edad tardía, sino que obligaría a quienes merecen urgente descanso a postergarlo por necesidad.
La crítica referente al desempleo juvenil creado por el “efecto tapón” que aquellos que se jubilaban, y ahora no, producirían en el mercado laboral reproduce la misma mirada “malthusiana” que hay detrás de la reforma, por leer la economía como un sistema de plazas fijas o suma cero, cuya implicancia más peligrosa es el rechazo inmigratorio, que hace aguas, en virtud de la complementariedad entre una pirámide con bajos porcentajes de activos naturales y la inmigración, aun considerando un empleo informal del 30%.
Las distintas edades de retiro por gremios no surgen de consideraciones cuantitativas extemporáneas que convienen al cierre de números, sino de conquistas históricas de derechos de los trabajadores, basadas en especificidades técnicas de cada profesión que la hacen más o menos desgastante en términos sanitarios, custodiadas celosamente por naciones cuya grandeza estriba en la discusión y el consenso transversal, insumos infranqueables de las políticas de largo alcance.
*Geógrafo UBA.
Magíster Urban Affaires UNY.