Los populismos latinoamericanos se han presentado como revolucionarios. Hugo Chávez hablaba de un socialismo del siglo XXI, con reiteradas invocaciones a Carlos Marx, y el kirchnerismo, en su “etapa superior”, ha consagrado como ministro de Economía y hombre fuerte del Gobierno, al marxista Axel Kicillof. Sin embargo, a la luz de las enseñanzas del materialismo histórico las prácticas populistas distan mucho de conducir al cambio revolucionario. En su extensa obra Marx contempla dos caminos para alcanzar ese cambio: uno expresado en su juventud, los tiempos del Manifiesto comunista, cuando sostenía que la revolución sería el fruto de la lucha de clases; el otro, diferente pero no contradictorio, se plantea en el Prefacio a la contribución a la crítica de la economía política donde, ya más maduro, sostiene que “al llegar a una fase determinada de desarrollo, las fuerzas productivas … chocan … con las relaciones de propiedad …(y) se abre entonces un período de revolución social”. Esto último es lo que ocurrió con el paso del feudalismo al capitalismo.
En cuanto al primer camino, el de la lucha de clases, la práctica política del populismo ha sido contrarrevolucionaria. Cuando Europa se debatía en crisis económicas profundas y la actividad de los partidos comunistas parecía poner en riesgo la vigencia del sistema capitalista, Mussolini lanza una cruzada represora contra ellos, sustituyendo la lucha de clases por la conciliación de clases. Es lo que hace Perón en nuestro país, persiguiendo al Partido Comunista y descabezando al movimiento obrero clasista controlado por comunistas y socialistas.
Tampoco el camino que llevaría al cambio del modo de producción a través del desarrollo de las fuerzas productivas es transitado por el chavismo o el kirchnerismo. Los resultados económicos de estos gobiernos no dejan dudas al respecto. En Venezuela las fuerzas productivas han retrocedido hasta tornarse incapaces de crear los bienes y servicios más elementales. Argentina por su parte ha mostrado fuertes crecimientos económicos, favorecidos por el precio de las materias primas, pero no un desarrollo económico sustentable. El desaliento a las inversiones y el bajo nivel de innovación tecnológica que lleva a la industria a una baja productividad, sumado a las deficiencias en infraestructura y desarrollo energético y una fuerza de trabajo que sufre la baja calidad educativa, cierran un círculo de obstáculos que hace imposible el desarrollo de sus fuerzas productivas.
La política económica de estos gobiernos enfatiza el combate a la empresa privada, como parte del “antipueblo”; lo que lleva a la destrucción de lo existente sin contar con proyectos alternativos viables. Se combate al capitalismo no para avanzar a una etapa superior, sino para retroceder hacia el precapitalismo. Los ejemplos del caso venezolano son paradigmáticos, y nuestro país se va acercando a esos niveles cuando busca aplicar la ley antiterrorista a una empresa que se vio obligada a quebrar, o cuando proyecta una ley de abastecimiento que otorga al Estado la posibilidad de controlar e interferir en todas las decisiones internas de las empresas. Se busca socializar la gestión pero no la propiedad de los medios de producción.
Esta persecución a las empresas productivas, junto a su preocupación por conservar el poder a cualquier precio, lleva al populismo a concentrarse en políticas cortoplacistas que sólo apuntan a atender el consumo presente; lo que lo condena al estancamiento económico, cuando no al retroceso.
La farsa revolucionaria del chavismo y del kirchnerismo deja ver su trama grotesca en dos aspectos: uno, al pretender resucitar una utopía política que la historia ya demostró ser inviable; y dos, al llevar a la práctica una gestión de gobierno que tampoco guarda relación con su relato revolucionario.
*Sociólogo.