Aprovechando que hoy es un día tranquilo en el que no pasa nada importante, es una buena oportunidad para hablar de literatura. Acabo de terminar de leer Bandoleros, de João Gilberto Noll. Es la segunda novela que la editorial Adriana Hidalgo publica de Noll (la otra es Lord), y ambas me parecieron sumamente interesantes, llenas de ideas y de una continua interrogación sobre el estatuto mismo de la narración (últimamente se viene publicando buena literatura brasileña, como Sergio Sant’Anna y Milton Hatoum, los dos en la editorial Beatriz Viterbo). Ultimamente salieron un par de reseñas sobre Bandoleros, bastante favorables, pero recalcando un problema: las dos novelas se parecen demasiado. Como Bandoleros es de 1985 y Lord de 2004, es decir separadas por casi veinte años, el efecto de repetición es doblemente llamativo. Y es cierto: en buena medida son bastante similares. En los dos libros se trata de un viaje, de una aventura (y de la escritura como una forma del aventurarse) que se transforma en un modo del extrañamiento, de la perplejidad, de la pérdida de referencias. En un caso, el viaje es a Londres, y en el otro, a Boston, pero siempre el viaje está precedido por una falta de información sobre el porqué de tal decisión, y de un déficit de conocimientos sobre el resultado de tal aventura. Noll maneja notablemente la inadecuación entre los personajes y su entorno, para desembocar en un mundo inexpresivo, oscuro y, por eso mismo, fuertemente perturbador. Ahora bien: ¿cuál es el problema en que dos libros de un autor se parezcan mucho? Habitualmente, este tema se resuelve con un comentario que, disfrazado de profundo, es en realidad absolutamente trivial: la idea de que un autor está siempre escribiendo la misma novela, poniendo en escena siempre las mismas obsesiones. Nunca voy a entender por qué se menciona la obsesión para hablar de literatura (tiendo a pensar que el responsable de eso es Ernesto Sábato), argumento que termina reduciendo al escritor a la imagen de un neurótico que no logra dar un paso más allá de sus fantasmas. Porque la verdadera genialidad de Noll no reside en rumiar siempre alrededor del mismo tema, sino en haber escrito formalmente dos veces la misma novela. La repetición se juega en el nivel de la forma, de la estructura del texto, del encadenamiento de las frases, de la sintaxis. Noll repiensa la idea de repetición ya no como una recreación de lo mismo, sino a la inversa: es la repetición lo que funda la novedad. Su literatura no es muy lejana a esta idea de Deleuze, escrita en su libro Diferencia y repetición: “Cuando aparece, la repetición expresa a la vez una singularidad contra lo general, una universalidad contra lo particular, una relevancia contra lo ordinario y una eternidad contra la permanencia. A todos los efectos, la repetición es la transgresión”.
Hay en Noll –y también en Deleuze– un pensamiento irónico y crítico sobre el mito de la novedad absoluta, sobre la originalidad y sobre los lugares comunes del pensamiento. Es curioso: aquello que las reseñas sobre Bandoleros marcaron como su principal defecto, es justamente su mejor virtud, su talento absoluto: ¡haber escrito dos veces la misma novela! ¡Eso sí que es difícil!
Recuerdo ahora un caso similar en la Argentina: El terrorista y El perseguido, novelas del escritor y director de teatro Daniel Guebel. En su caso, las dos novelas son aún más parecidas que las de Noll. En las dos, un acontecimiento absurdo obliga al protagonista a un errar en el que rápidamente perderá su identidad, seguido por una serie de microtragedias, hasta llegar a un estado de disolución: lo que se disuelve no es sólo el sujeto sino, sobre todo, la propia posibilidad de narrar (es hora de ir tomando a Guebel como un maestro en el arte de narrar sin narrar). Quizá la paradoja de Noll y de Guebel consiste en formular un pensamiento escéptico sobre las posibilidades de triunfo de la novedad. Si la novedad aparece una vez sola, no alcanza. Como el cartero, es necesario que llame dos veces.