Las pausas en medio de un rodaje son tiempo absurdo, tiempo sustraído de toda utilidad. No se puede hacer nada útil. Sólo esperar. No se puede encarar ninguna iniciativa concreta, como no sea ingerir harinas de distintos tenores (desde vigilantes grasientos hasta galletitas troqueladas de centeno gris sin calorías). Todos los rodajes (desde el cine más comercial hasta el más sofisticado y alternativo) comparten este punto ciego: la mayor parte del tiempo, hay que esperar algo –que cambien luces, que peinen a alguien, que traigan un mono tití que se llamaría Rober y que estaría llegando de Zona Norte…
Munido de una especie de frazada añil que las vestuaristas me ponen sobre los hombros para no ensuciar la ropa (que va en continuidad con vaya a saber uno qué plano) deambulo a ciegas por la locación. Estamos en el Hotel El Litoral, o lo que queda de él. Su nombre es un pomposo resabio de su ubicación privilegiada: Corrientes y Lacroze, justo frente a la estación desde donde el Ferrocarril Urquiza antes te llevaba al lejano Litoral. No sé qué pasó aquí. En los 90 deben haber detonado una bomba de hidrógeno. El hotel que promete confort familiar está en ruinas, deshabitado y decadente. Como en un film de terror coreano, extraños paisajes se confunden con los que los directores de arte han decidido ambientar adrede. ¿Quién firma este estado de estético desorden espontáneo? ¿A quién se le ocurrió que esto es lo que queda cuando un hotel a orillas de una estación de tren que trae migrantes internos se funde y se muere?
El sempiterno cuadrito del niño que llora preside el segundo piso. En mi tiempo sin tiempo de este paseo secuestrado a la filmación, pienso por primera vez que esta pintura reproducida hasta el hartazgo merece un sitio urgente en el mejor o en el peor de los museos. Vaya mi sentida arenga: ¡que los estudiosos investiguen y publiquen el origen de esta figura, más reproducida que La Gioconda, o la Marilyn de Warhol! ¡Que su autor sea ingresado como se merece a la iconología de los siglos! ¿Por qué llora el niño? ¿Y por qué lo feo dura tanto o más que lo sublime?
Una pila polvorienta de diskets de 5 ¼ me cierra el paso en un recodo de la escalera del tercer piso. Ahora que tipeo “diskets” –y que el Word enloquece ofreciéndome alternativas ortográficas que descarto– me doy cuenta de que ya ni recuerdo cómo se escribe la palabra. Me niego a deletrear “disquetes”, que me parece una perversa aberración castiza. ¿Cómo era? ¿Cómo les decíamos? ¿Era francés el nombre? ¿Y por qué? Cuando el diccionario de la lengua española se actualizó en el 2000, ¿se habrán quitado las palabras que designaban cosas que existieron durante menos de una década y que ya no existirán nunca más? La palabra “lambada”, por ejemplo, que suena en una radio fantasmal del hotel vacío, ¿llegó a ingresar al diccionario? Tuvo su chance a fines de los 80 y es singular como el ornitorrinco: se trata del único caso musical que conozco en el que un género completo contiene un solo elemento en su conjunto. Género y elemento son la misma cosa: la cosa se llamó “lambada”, y resuena coherentemente en la oquedad de esta ruina. Al compás de la lambada recojo un disket. Ya no debe haber ninguna forma de acceder a sus secretos. ¿Qué información confidencial contienen estos diskets, celosamente envainados en sus sobres BASF? ¿Registros de pasajeros, cuentas fraguadas, compras de sábanas, de jaboncitos? En la recepción, entre otras joyas, tenemos acceso al libro de registro de pasajeros. Leo la lista de nombres buscando no sé qué. Buscando nada. No olvidemos que apenas estoy esperando que me llamen a filmar. Hay muchos extranjeros. Son mayoría los paraguayos, pero hay algún chino, un portorriqueño. ¿A qué han venido? ¿Qué negocio los llevó a bajarse del Urquiza, a cruzar la calle y alojarse en este hotel?
Me llaman al set. Termina mi paseo. En esta escena Marilú Marini me mata a golpes en la nuca con el pie de un velador. Erica Rivas me roba unos dólares falsos. Muero así, un poco y de mentira en un hotel, que ya ha muerto hace años y que trae señales del más allá en cada empapelado, en cada sombra, en cada pasillo. Después a cenar, a engullir más harinas. Que así es este trabajo. Nadie dice nada, pero supongo que esperamos que la labor no sea tan ridícula como su dinámica, y que en la película vuelvan a la vida aunque sea vagos jirones de esas personas, de esos motivos, de esas palabras que han muerto ya hace una década. No hay nada más viejo que los 90. Esto es el siglo pasado.
Un día crecerá el pasto sobre esta misma esquina.