Pasaron más de 18 años de cuando el entonces candidato Carlos Menem azotaba al público con un latiguillo que pocos lograron descifrar –aun en plena luna de miel con Domingo Cavallo y su convertibilidad–: enunciar la revolución productiva implicaba una ambigüedad que sólo el vertiginoso crecimiento de la economía permitía diluir. Quizá se asociaba al proceso privatizador y de apertura de la economía, que alentaba un shock de inversiones, alejadas luego de años de estanflación y regulaciones de todo tipo; con gobiernos de toda clase.
A partir de 1995, el World Economic Forum (WEF) comenzó a medir un concepto que el profesor de Harvard Michael Porter incluso convirtió en best seller: la competitividad y la “ventaja competitiva de las naciones”. Un buen momento para auscultar el ritmo de las reformas que por ese entonces se pregonaban, más que realizaban. La crisis del 2000-2002 sepultó a la competitividad argentina. Pero lo curioso es que la fiebre de exportaciones, la mejora sustancial en los términos de intercambio, el insistente superávit fiscal y comercial y la renegociación de la deuda pública no tuvieron su correlato, en un golpe de timón competitivo.
El ranking elaborado anualmente para el WEF, en esta edición por el profesor Xavier Sala-i-Martín, de la Universidad de Columbia(1), supuso para la Argentina un descenso marcado en sus posiciones, ya bastante relegadas. De ser uno de los países de la región con mejor performance (entre el 25º y el 30º puesto a fines de los 90), hoy lucha cabeza a cabeza con Rumania (68º), Marruecos (70º) y Filipinas (71º), bastante lejos del campeón latino, Chile (27º); el único en el top 50 en una región visiblemente enemiga del concepto de competitividad.
Quizá como un consuelo por la endemia generalizada, el cúmulo de políticas cortoplacistas, la noción de permanente emergencia y el cercenamiento de la libertad de iniciativa económica también conspiran para una buena figuración en otras encuestas comparativas internacionales. En esta columna hemos comentado las posiciones de mitad de tabla (107º) en el ranking de libertad económica de la Heritage Foundation, el de avance en proceso de digitalización (The Networked Readiness Index, también del WEF) y el de percepción de corrupción (97º), de Transparency International.
No es que todos los exámenes concluyan con la misma nota, pero generalmente los mejores en un ranking suelen mirar también de arriba a los demás. Y en todos, la estrella latina es Chile, que no baja del 30º lugar en todas las listas.
Para entenderlo, quizá valga un repaso de los temas de la agenda de los ministros de Economía y de Planificación, e incluso la del Presidente para la primera semana de octubre:
u Acudir al pedido de Aeropuertos 2000 para renegociar el contrato de concesión, liberándolo de exigencias de inversión en infraestructura.
u Autorización para ampliar el cupo de carne a exportar.
u Una vuelta más de tuerca en la marcación sobre las compañías petroleras: nada de diésel plus, y ojo con la exportación de combustibles.
u Negociación para evitar la suspensión de las reducciones arancelarias que otorgan los EE.UU. por casi US$ 700 millones en exportaciones argentinas.
Ausentes. No figurarán, seguramente, el crecimiento de los juicios laborales, que jaquea el sistema de ARTs; el impacto en precios y cartelización del acuerdo de fusión entre Multicanal y Cablevisión sobre el mercado de la TV paga, ni el inminente coletazo en la regulación del sistema telefónico. Pero escalar posiciones en el ranking de los países competitivos implica no sólo agendar sino dar respuesta en tiempo y forma a todo esto para no caer en el tobogán del descenso.
(1)http://www.weforum.org/en/initiatives/gcp/Global%20Competitiveness%20Report/index.htm