COLUMNISTAS
las peleas del kirchnerismo

Revolución permanente

La renovación dialéctica de los enemigos del oficialismo es constante, pero sólo se trata de una estrategia K para mantener la hegemonía.

Robertogarcia150
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Casi la revolución permanente contra lo establecido o convencional, semana tras semana. Al menos de palabra y sólo con palabras. Aunque siempre lo establecido, en estos casos, es lo que se opone a los intereses oficiales. El resto de lo establecido, si no afecta esos propósitos, puede subsistir sin complicaciones. Otro tipo de revolución permanente a la que imaginó Trotsky.

El crescendo último ha irritado hasta a los que parecían más pacientes seguidores de Néstor Kirchner, que ahora se arrebatan, por ejemplo, en la defensa de la púdica Corte Suprema, antes instituto ejemplar según el gobierno que la designó, hasta que peregrinamente se le ocurrió no consentir una exigencia de la Casa Rosada (obligar a ciertos grupos de comunicación al desapoderamiento de algunas empresas en un lapso perentorio de un año, negativa que le otorga oxígeno a Clarín para aguardar los resultados electorales del año próximo y eventualmente reponerse del castigo actual).

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Por este desvío de la Corte empezaron los mandobles desde lo personal a lo grupal a través del ariete encarnado en Hebe de Bonafini más una claque que desfila con pancartas amenazantes. Hasta allí habían aguantado fieles personeros, pero los excesos orales obligaron a cambiar de bando: la barrera del rubor. Y el sonrojamiento aparece cuando las barras asedian con implícita violencia a la Corte y el emblema de las Madres asegura que los ministros del cuerpo reciben sobres con dinero, sugiere negocios en esos estrados, los denuncia obedientes a otros poderes y, por lo tanto, deriva al reclamo para que renuncien y, en su lugar, la dulce algarada del pueblo ocupe esos sitiales. Azote porque no han cumplido los siete ministros el requerimiento ya mencionado según los dichos del dilecto consejero del matrimonio, Carlos Zannini: la Corte fue elegida para “otra cosa”. Y esa “otra cosa”, a simple vista, parece la obligación de que Clarín venda ya parte de sus activos empresarios.

Curiosa la deserción puntual de ciertos adictos en horas recientes. Ni mosquearon cuando el Gobierno se negó a cumplir un fallo de la Corte –la reposición del fiscal de Santa Cruz–, pero sí se escandalizan con las palabras de la Bonafini. En toda la región, de Chávez a Evo, de Fujimori a Correa, a ningún mandatario se le ocurrió desobedecer un fallo de la Corte. Aun cuando ésta no hubiera sido designada por ellos mismos. Aceptaron sus fallos. El gambito, en todo caso, fue instalar más tarde otra Corte por medio de elecciones constituyentes (situación que no podría ejercer el Gobierno argentino debido a que, seguramente, hoy perdería esos comicios). Curiosa entonces la actitud de rebelarse por una compraventa y no por una cuestión de conceptos cuando –claramente– se trata de gente que sólo habla de fundamentos. Es que, además, se podía ir contra la Iglesia (contra Bergoglio como el más infame, por el matrimonio gay y quizás por la legalidad del aborto). Se debía ir contra los militares, aun contra aquellos vástagos que sólo portaban un apellido indigesto. También se podía sitiar a los empresarios, pararles las fábricas en alianza con Hugo Moyano, agraviarlos, expropiarlos si llegara el caso, aceptar alguna prisión transitoria de renegados, díscolos o enemigos, también el escrache como método disuasorio. O girar noventa grados en la historia y aceptar ahora que Lorenzo Miguel e Isabelita no fueron en su momento comprendidos. Infinita la lista infinita de concesiones intelectuales a las jugadas del Gobierno, siempre amparadas en dogmas superiores, hasta que ha llegado la Bonafini, mandó parar como el comandante y, directa vocera oficial, lanza la blitzkrieg contra la Corte, operativo de Grand Guignol que podía convertir en Mefistos a los hasta ahora mudos testigos placenteros. Hasta allí llegó el amor, aunque de hecho muchos piensen que Clarín es el beneficiado. Y se arrancan la camiseta para no permitir comparaciones con la Corte de Menem, aunque dos de sus miembros siguen en el cuerpo actual, asegurando además que Argibay, Zaffaroni, Lorenzetti –por dar algún nombre– no hubieran compartido honores con Moliné O’Connor, Nazareno o Vázquez si entonces los hubieran llamado. Cuando, se sabe, son excepciones históricas aquellos que no aceptaron cargos de esa envergadura, son especímenes en extinción los que se negaron a “salvar a la patria”. ¿O Fayt es menos noble que la Highton por haber jurado antes? Sólo para cándidos, otra interpretación.

Hasta la posible aparición de un León Arslanian entre los ministros, si se cumplen las escrituras de que hay futuros vientos de cambio con fuerte injerencia de jóvenes –sobre todo en el área de las responsabilidades electorales o en la Jefatura de Gabinete–, será difícil recuperar a los réprobos momentáneos que confían en ese nombramiento para “otra cosa”, el aceitamiento con la Corte sin duda que los salve de la perplejidad. Y los devuelva a la estabilidad burguesa que siempre objetaron. Aunque, de acuerdo a las tradiciones, quizás persista el furioso derrotero de Néstor que multiplica y detalla el compendio crítico de Bonafini. No repara el Gobierno ni en su propia historia, cuando borró parte de la Corte anterior atacando uno por uno a sus miembros, al revés de Eduardo Duhalde, que por intentar eliminarla en bloque terminó frustrado y sin nafta. Después de la ofensiva general de esta semana, quizás comiencen las diferencias: ella, la Bonafini, podrá disponer de datos para imputarle al titular de la Corte, Ricardo Lorenzetti, reuniones y encuentros con directivos de Clarín –extraño y tenebroso país en el que se difunden comunicados para aclarar que cierta gente no se reunió con otra gente, como si fuera un oprobio cualquier relación social–, además de aceptar la tentación a diversos convites del grupo mediático, entre ellos seminarios judiciales que auspiciaba la Fundación Noble en tiempos más idílicos con el Gobierno. A nadie molestaba ese tráfico: la Corte era una suerte de observatorio de la Argentina, pensaba como los alemanes o los suizos, en su burbuja se pronunciaba sobre la droga o la ecología, más bien evitaba otro tipo de conflictos. “No nos corresponde”, se justificaban, fuimos –parecían decir– elegidos para otra cosa. Hasta que, claro, incurrieron primero en la obligación de reponer a un funcionario en Santa Cruz –medida que no podían evitar, apenas demorar– y, sin que todavía se conozca el pronunciamiento, mantener la cautelar que permite demorar la aplicación de la Ley de Medios, al menos en relación con el desapoderamiento vertiginoso y obligado de empresas. Sorprende que hace un mes, aproximadamente, el periodismo advirtió que la Corte ya había votado al respecto (seis a uno el resultado), pero todavía nadie pudo ver las actas.

Algo en el foro está frenado por más que los miembros del cuerpo aseguran que no reciben ni aceptan presiones.

Volviendo a las invitaciones a Lorenzetti, a los nombres y apellidos de interlocutores que revelaría la Bonafini, también a sus apariciones de columnista en el diario corresponde añadir que esos espacios codiciados se abrían a otros magistrados. ¿Quién podía negarse a esos eventos si Clarín, se supone, sólo pretendía contribuir en esos ciclos de intercambio cultural a mejorar la Justicia? No a abonar influencias, ya que esas ideas conspirativas no deben figurar supuestamente en su código de ética. En todo caso, si alguien piensa así, le corresponde al kirchnerismo la denuncia. De ahí que para la suspicaz Bonafini ese vínculo pasado resulta espurio o sugestivo, del mismo modo que se pregunta por otros negocios, fallos demorados o rápidamente ejecutados en la Corte; en suma, las actividades paralelas –tal vez non sanctas– de abogados o estudios jurídicos que ingresan con más habitualidad que otros a la Corte, como en los tiempos de Menem, con la singularidad de que en general se trata de profesionales simpáticos para el Gobierno. O simpáticos en otros momentos, cuando se designaba a los ministros del cuerpo con la arquitectura de Alberto Fernández, el visto bueno de los Kirchner y la atención expresa del procurador Righi. Parecían castillos inviolables, amados por los que hoy se intimidan con la Bonafini, aunque entonces distraídamente callaron la boca cuando un ministro de origen santafecino, Horacio Rosatti, debió partir por incongruencias entre lo que se decía y se hacía en el Gobierno. Nadie, ni la Corte misma, quiso ver ese alerta. Parte de ese esquema hoy se ha derrumbado; Clarín, en lugar de apoyar, ataca y los mediadores son de una tibieza inaceptable para la pareja oficial: sólo resta el combate, la fricción, ese ruido de todas las semanas, siempre con un adversario o enemigo a renovar y otro eterno a conservar: para sostener la hegemonía más que para realizar la revolución permanente.