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crujidos

Ruido y nueces

Nueces 20230616
Nueces | Unsplash | Jakub Pabis

Escribo entre crujidos. No puedo abstenerme. Con solo verlas, mis manos se vuelven indecisas. ¿Atiendo al teclado, prosigo con la escritura –de mi novela, esta columna, mails, etc.– o me dedico incesantemente a ellas? Me refiero a las nueces. Y más particularmente, a las pecan. Ese color madera, veteado, la ligera rugosidad de la cáscara, la tentación de apretarlas hasta que crujan. Escuchar cómo se abren, dando lo mejor de sí. Una nuez única, de árbol silvestre, cargada de bondades. Sabrosa, dulceamarga, perfecta. Si googlean, las virtudes son infinitas –en Google lo mejor y lo peor parece estar en todas partes. 

Llegan en junio, como mecidas por el viento. No hay que desprenderlas de las ramas, éstas deciden cuándo las dejan caer. Suelen mezclarse con hojas rezagadas del otoño. Si algún ciprés de los pantanos (al que llaman “calvo”) anda cerca, la confusión es sublime. La tierra blanda se cubre de un manto cobrizo. Tengo la suerte de recogerlas del suelo. Todo un año, la humedad y yo las esperamos. Apenas se insinúa el invierno, las nueces llueven de a montones. Si bien provienen del Mississippi, Sarmiento repartió estos árboles por todo el Delta durante la segunda mitad del siglo XIX. Pueden alcanzar los treinta metros, y los más ancianos están por cumplir 150 años. Ya son familiares de las islas, se “corresponden” con sus habitantes. La repartija es costumbre. Baudelaire, en su poema “Correspondencias”, escribe: “La naturaleza es un templo donde vivos pilares (los árboles), dejan salir a veces, confusas palabras”. Las nueces parecen mensajes cifrados. Hasta los perros las buscan. Saben descartar la cáscara y deleitarse con el fruto.

De las complicidades con los animales, la del crujido es una de las que más me gustan.

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