¿Justine o Juliette? El día previo a su viaje a Estados Unidos, la Presidenta posó levantando la pierna con partidarios durante un acto en el Ministerio de Economía. Sade escribió en 1787 el libro Justine o los infortunios de la virtud, y en 1791 La historia de Juliette o el vicio ampliamente recompensado. |
Para no asustar con el título “Sade en Kirchner”, empezaré recordando que en abril de 1963 Jacques Lacan escribió como prefacio del libro de Sade, La filosofía en el tocador, el ensayo Kant avec Sade, traducido como “Kant con Sade” e interpretado como “Kant es Sade” o “Sade en Kant”.
Para Lacan, el imperativo categórico de Kant y el imperativo de goce de Sade son equivalentes. Opuestos perfectos que unen simétricamente “la moral como una práctica incondicional de la razón” y a la obligación de gozar porque la naturaleza así lo ordenó.
Sade fue un precursor de Freud, en el sentido de que el psicoanálisis reconoce la verdad del sujeto en su deseo. Para Freud, el imperativo categórico de Kant es un legado del complejo de Edipo, al que considera fuente y principio de nuestra moralidad.
Kant y Sade fueron rigoristas. Y también, en distintas proporciones, totalitarios. Hay tanta patología en aquel que su mandato ético incondicional es con una causa política sin la cual su vida carecería de sentido, como en quien su excesivo compromiso está absolutamente identificado con su propio placer. Lacan lo resumía citando el poema que dice:
“Es bueno ser caritativo.¿Pero con quién?”
Es la misma ética del verdugo la que se justifica actuando en nombre del bien supremo –como Hitler y Stalin– que la del libertino radical que, sin ninguna culpa, persigue como único fin la realización del estatuto de su propio deseo: “La culpa atestigua el hecho de que el sujeto ha traicionado, en alguna parte, su deseo”. “¡No hay excusa para no lograr el deber de uno! ¡Tú puedes porque tú debes!”. Unos deben porque la ley lo ordenó; otros, porque quien lo ordenó es la naturaleza.
Los polos se tocan: “El placer redobla la aversión a reconocer la ley”; la ley y el deseo reprimido son “una sola y misma cosa” porque el deseo es el reverso de la ley. Llevado al extremo sadeano: aquel que no puede gozar sin hacer algo que viole alguna prohibición.
“Ninguna ocasión precipita a algunos con mayor seguridad a su meta que verla ofrecerse a despecho”. ¿Podría encontrarse en esa frase del ensayo Kant con Sade alguna explicación a la tendencia de Néstor Kirchner por llevarle la contra a todo aquello que le reclamen otros?
Sade siempre se refería a sus víctimas como “de una belleza incomparable”, tan única como la belleza que irradian los desafíos monumentales que atraen a cierto tipo de políticos: guerras a muerte donde la eternidad misma está en disputa.
Lacan eleva a Sade al nivel de un filósofo: “Una obra que quiere ser malvada no podría ser una mala obra”. En su medida, Sade también fue un revolucionario, cuya utopía social era la naturaleza y la libertad extrema sin freno ante la ley, la religión o la moral.
En Ultima voluntad y testamento, Sade escribe: “Imperioso, colérico, irascible, extremo en todo, con una imaginación disoluta como nunca se ha visto, ateo al punto del fanatismo, ahí me tenéis... Mátenme o tómenme como soy, porque no cambiaré”. ¿Le dirá tácitamente también esto Kirchner a sus opositores: “Gánenme o tómenme como soy”?
Sade también hizo política; entre las múltiples prisiones a las que fue confinado, estaba detenido en La Bastilla en 1789 y, desde la ventana de su celda, le gritaba a la muchedumbre, agitándola. A pesar de su pasado aristocrático –era marqués–, desempeñó varios cargos en la República surgida tras la Revolución Francesa y fue electo para la Convención Nacional representando a la extrema izquierda. Llegó a proponer la abolición de la propiedad privada, aunque defendía la propiedad de su castillo. “¡Franceses! ¡Un esfuerzo más si deseáis ser republicanos!”, gritó al proponer eliminar por absurdas las leyes contra los ladrones porque –según él– protegían a los ricos, que fueron los ladrones originales.
Sade fue considerado santo patrono de los surrealistas, quienes lo consideraron “el hombre más libre que jamás haya vivido”. Para otros, fue el profesor emérito del mal, lo que en cierta política podría ser una ventaja. Por ejemplo, Sade hacía una apología de la calumnia: “Así como los médicos cuando tratan de dar a los niños un repugnante remedio untan primero con dulce y miel los bordes de la copa, para burlar, sólo hasta los labios, la incauta edad de los pequeños y hacerles apurar entre tanto amargo brebaje...”. Otra de sus máximas, que algunos políticos practican: “Amar a los hombres es peligroso; instruirles es una equivocación”. Sade redujo a Maquiavelo al lugar de un moderado. En su cuento titulado El presidente burlado, escribe casi como si fuera para De la Rúa: “Tu estúpida franqueza te impide entender nada de todo esto; te pierdes en tu buena fe. Si una puerta no se te abre de par en par eres incapaz de imaginar que existen otros medios para forzar las barricadas: no hay nada como nuestro oficio para aprender el arte de fingir y de engañar a los hombres. Hecha un vistazo a la cantidad de falsedades, de mentiras, de falacias, de trampas y de maniobras insidiosas que empleamos hábilmente en semejantes circunstancias y comprobarás que todo esto nos forma en el oficio de las artimañas y en la ciencia de llevar los acontecimientos a la finalidad que nos proponemos”.
Luego, agrega: “El más feliz de todos es el que mejor engaña” y “sólo me gusta alimentar los sentimientos que me aportan algo”; y en otro texto, “con ese entusiasmo cándido que confiere la virtud”.
Su frase “esclavos de los prejuicios y del hábito demostrarán que solamente son sensibles a las ideas preconcebidas”, podría aplicarse a los radicales. Misógino (como bien sostiene Simone de Beauvoir que era Sade), de Cristina diría: “Es extremadamente raro que con tantos conocimientos alguien sea al mismo tiempo tan amable. He observado casi siempre que las mujeres instruidas tienen en el mundo cierta rudeza, una especie de afectación que hace que se compre muy caro el placer de su compañía”.
El término “sadismo” se emplea en psicología para designar el placer que se obtiene infligiendo dolor a los otros. Freud invirtió el prejuicio de miles de años que sostenía que “se está bien en el bien” para hablar de “felicidad del mal”. El principio que unía el placer, la ley del bien y el bienestar entraron en crisis. Había placeres a los cuales el bien los volvía menos respetables.
Pero los dos mejores análisis sobre Sade no los escribieron psicólogos, sino un antropólogo: George Bataille (El erotismo), y una filósofa, Simone de Beauvoir (¿Debemos llevar a la hoguera a Sade?).
Bataille, al igual que Lacan, escribió un ensayo inspirado en La filosofía en el tocador, al que tituló: El hombre soberano de Sade. Y lo comienza con el subtítulo: “Los que escapan al dominio de la razón: el hampa y los reyes”. Los políticos muy exitosos de países con instituciones precarias son tratados como reyes de sus naciones. Bataille cita a Sade: “La voluptuosidad es tanto más fuerte cuando se da en el crimen (fuera de la ley), y cuanto más insostenible es el crimen, mayor es la voluptuosidad”. Y vuelve a citar a Sade, diciendo: “Quisiera hallar el crimen cuyo efecto perpetuo actuase aún cuando yo ya no actuara, de modo que no hubiera un solo instante de mi vida en que, incluso durmiendo, yo no fuera la causa de algún desorden, y que ese desorden pudiese extenderse hasta el punto de que su efecto se prolongase más allá de mi vida”.
Pocas medidas prolongarían su efecto más allá de una vida que la estatización de la jubilaciones.
Refiriéndose a quien ocupa el lugar de rey, Bataille dice: “Ya no hay lealtad a la que deba atenerse este hombre soberano respecto de los que le otorgan su poder: libre de los demás, no deja de ser víctima de su propia soberanía”, y cita un párrafo de una ficción de Sade, donde quien acaba de entregar al rey los nombres de los miembros de la conjura que él mismo tramó escucha que le dicen: “Amo tu ferocidad. Júrame que un día yo también seré tu víctima. No quiero morir mañana, no llega a tanto mi extravagancia, pero no quiero morir más que de ese modo. Me gusta con locura tu cabeza y creo que juntos haremos cosas muy fuertes”.
La filosofía de Sade es incompatible con una vida normal, la de los ciudadanos comunes “a quienes mueven la necesidad y el miedo; las simpatías, las angustias y también la cobardía, hay que decirlo, determinan su comportamiento”. Mientras que el hampa y los reyes viven “las pasiones que fundan la soberanía de personajes voluptuosos”. Soberanía comprendida como actitudes que no se subordinan a los resultados posteriores, que no sirven para algo más que lo que son y no pocas veces arruinan y “hacen una hoguera” con los propios recursos, como se cree que hizo Nerón con Roma el año 64. Es interesante observar la humana resistencia ante la locura y los esfuerzos que siempre se hacen para dotar de racionalismo a decisiones que podrían no tenerla: en el caso de Roma, el incendio se pudo haber producido para matar cristianos o para hacer espacio para que Nerón construyese palacios más imponentes. Es difícil comprender los instintos humanos que impulsan a destruir lo mismo que se edificó, y los argentinos tenemos tantos ejemplos...
El exceso se opone a la razón; las civilizaciones atrasadas creían que la muerte se producía sólo cuando alguien era culpable de ella, de la misma forma que un temporal o una inundación demostraba que se había hecho algo para merecerla. Bataille escribe que “la vida humana está hecha de dos partes heterogéneas que jamás se unen. La primera, sensata, cuyo sentido proporcionan los fines útiles y por ende subordinados: esta parte es la que se manifiesta a la conciencia. La otra –la que Sade expuso brutalmente– es soberana: si llega la ocasión, se constituye aprovechando un desorden de la primera, y es oscura o, mejor dicho, si es clara, lo es cegándonos; así se oculta a la conciencia”.
Con sus extravíos, Sade mostró que la violencia es el alma de la efusión del erotismo. “Independientemente de Sade –dice Bataille–, la excitación sexual de los atracadores no pasó inadvertida para los observadores; pero antes de él nadie entendió el mecanismo general que asocia los reflejos de la erección y la eyaculación con la transgresión de la ley. Para Sade, es posible gozar en el transcurso de desenfrenos, como arruinando a una familia, a un país o simplemente robando”.
En otro capítulo, vuelve sobre aquellos que están más allá de la ley –los soberanos y el hampa– diciendo: “En las formas de vida cínicas, imprudentes y depravadas, el desequilibrio se recibe como un principio. El deseo de zozobrar se admite ahí sin límites: en esas condiciones, ya no hay ningún poder y los que viven en permanente desorden ya no conocen más que momentos de desequilibrio informe (...). Las ventajas de una existencia insumisa les permite subvenir sin dificultad a sus necesidades, ceden sin mesura a los desórdenes esenciales de una sensualidad destructora”.
Si el peligro no paraliza y es menos fuerte que el deseo, sólo puede excitarlo. “Alcanzamos el éxtasis en la perspectiva, aún lejana, de la muerte, de lo que destruye”. Morir y salir de los límites son la misma cosa, por lo que el horror refuerza la atracción. “Ese anhelo que ninguna satisfacción material jamás podrá colmar, busca una cima”. El erotismo de los corazones siempre supera al de los cuerpos.
Para el soberano, el límite –la ley– sólo se da para ser excedido: “Al espíritu hastiado le es necesario una situación escabrosa para llegar al goce final”. El animal ignora la prohibición; sólo se profana si se trasgrede lo obedecido por los demás, y cuanto mayor sea el acatamiento general a ese valor, más profunda será la mancha de la profanación.
“Los individuos soportan de manera desigual pérdidas importantes de energía o dinero, o amenazas graves de muerte. En la medida en que pueden hacerlo (es un asunto cuantitativo de fuerza), los hombres buscan las mayores pérdidas y los mayores peligros. Creemos fácilmente lo contrario, porque los hombres suelen tener poca fuerza. Si les cae en suerte la fuerza, quieren consumirse de inmediato y exponerse al peligro. Cualquiera que tenga fuerza y medios para ello, se entregará a continuos dispendios y se expondrá sin cesar al peligro.”
El diablo fue el primer ángel de la rebelión, pero hoy ya nadie cree en un diablo que conservaba como atributo de su animalidad un rabo.
Simone de Beauvoir pinta en Sade la figura de un revolucionario. Para ella, no sólo se anticipó a Freud, sino también a Nietzsche. Dice que la embriaguez de la tiranía conduce de inmediato a la crueldad: “¿Qué deseamos en el gozo? Que todo lo que nos rodea –explica Sade– no se ocupe más que de nosotros, no piense más que en nosotros...”.
“Sade lo advirtió 150 años antes que los psicoanalistas: el verdugo disfrazado de amante se regodea viendo a la crédula enamorada desmayada de voluptuosidad y reconocimiento, confundiendo maldad con ternura.” Y cita a Sade: “No cabe duda de que el dolor, actuando más intensamente que el placer, logra conmociones resultantes de esa sensación al actuar sobre otras, las acrecienta mediante una vibración más vigorosa”. Para Beauvoir, “existe una experiencia íntima que Sade parece ignorar por completo: la de la emoción”. El libertino es finalmente digno de compasión.
Al igual que Bataille, pone énfasis en “el gozo que proporcionan el sacrilegio o la profanación de los objetos consagrados al culto”, proporcional al respeto que otros le asignan: “No hay afrodisíaco más poderoso que desafiar al bien”, sea esto la ley, la ciencia o la economía.
También produce placer el hecho de escandalizar, hostilizando así a quienes comparten otros valores, pero –los sádicos– no alcanzan a ensayar “la creación de un universo nuevo, se limitan a transformar en irrisorio el que le fue impuesto”. Remarca que el temperamento de Sade “era esencialmente antirreligioso”, porque “no se descubre en él la menor huella de inquietud metafísica”.
Sade ha sido el hombre más subversivo de la historia: su vida entera estuvo consagrada a violar la prohibición.
La dimensión de Kirchner está a años luz de la del “divino marqués”, pero hay en él una chispa, aunque sea fugaz, de esa filosofía en su obra.