El presidente francés Nicolas Sarkozy ha sostenido la necesidad de regresar a un capitalismo “normal”, sanándolo de la “enfermedad” de la crisis. Guy Sorman, el cruzado que embiste contra el neopaganismo populista, profiere que en épocas de crisis la gente tiende a hacer afirmaciones con más elementos de fantasía que de realidad: no estamos frente al fin del capitalismo y quienes lo ven muerto es porque están encarnizados con la sociedad liberal.
“La misma palabra que un día brilla con inmensa esperanza al otro, no emite más que rayos de muerte” (Vaclav Havel); es difícil describir mejor la incertidumbre actual, una multipolaridad imperfecta que masculla desorden, lo que en política internacional se traduce de inmediato en ráfagas de violencia.
Sea como fuere, la conmoción que vive el planeta aconseja discutir los problemas “en serio”; esto es, analizar situaciones objetivas sin más interés que alcanzar alguna verdad útil para favorecer a los más postergados. No sólo en Francia existe un pensamiento alternativo a lo que se lee y escucha corrientemente, pero el francés es bien interesante, y algunos de sus exponentes son Paul Boccara, Anicet Le Pors, Marcel Gauchet.
Lo que está en crisis, sostiene Boccara, no es el liberalismo financiero, sino el capitalismo globalizado; la crisis en las finanzas es el absceso a través del cual se puede observar la septicemia, la infección de la sangre causada por la multiplicación incontrolable de bacterias. ¿El problema se circunscribe a un mercado financiero insuficientemente regulado? Creerlo minimiza el debate y lo posterga por demasiado comprometedor. Es el sistema el que se ha vuelto loco; ¿por qué hablar entonces de los modos como se exterioriza la locura y no de la enfermedad?
Especialistas y académicos mencionan una y otra vez la necesidad de restablecer la moral y la transparencia, pero ¿puede el sistema cohabitar con ellas? Alguna vez lo hizo con algunas licencias, pero más tarde abandonó del todo el lecho conyugal. Las tentaciones que lo han exacerbado son las tecnologías de la información, las mutaciones monetarias y los desarreglos ecológicos. En consecuencia, una reflexión más fecunda trasciende el canon de “Estado versus mercado”, e introduce una semántica diferente a la que hasta hoy se ha atribuido a la expresión “desarrollo sustentable”: sólo lo será en sentido sustantivo si tanto la producción como el consumo se enfrentan contra los criterios aceptados de rentabilidad empresaria.
En la actualidad son las ciencias de la información las que dominan la producción, incluso más que las máquinas-herramienta. La información (a diferencia de las máquinasherramienta) puede esparcirse por todo el globo: sólo se trata, en consecuencia, y de acuerdo con el momento y la utilidad, de encontrar el lugar circunstancialmente más indicado para producir de conformidad con el rédito. ¿Cómo no habría de exasperarse el capitalismo, entonces, si la concurrencia salarial se da a escala mundial, a despecho de las diferencias relativas entre los países? Ricardo Ottonello ha dicho que “... el capital navega por la red buscando yacimientos de esclavos”. Buenas razones tiene siempre; vergüenza, pocas veces.
La revolución monetaria implica la emancipación del dinero de su base real. Tasas de interés bajas para el dólar estimularon a los bancos de inversión y a los fondos especulativos a prestar a repetición a tasas cada vez más altas y con menores garantías de repago. Para eso hacía falta, claro está, hacer del consumismo la cuarta virtud teologal, operación que obligaba a olvidar las otras tres: la fe, la esperanza y la caridad.
Y una experiencia absolutamente nueva, como es la finitud del planeta, nutre la exigencia de una reflexión inédita sobre cómo hacer para que sobreviva, según las palabras de Anicet Le Pors. La reflexión sobre la dimensión ecológica debe romper las fronteras de la polución descontrolada y de las amenazas sobre el clima, abarcando el desarrollo de la biotecnología, la conquista del espacio y la categorización de industrias y actividades de servicios según su nivel de complejidad ambiental.
Así las cosas, la dimensión del problema es política antes que económica. Como ha escrito Marcel Gauchet, la “condición política” es lo que constituye la humanidad de los individuos. En tanto la identidad subjetiva es política, los hombres son los actores del “estar juntos”. Si se habla de una “condición” y no de una “naturaleza”, la humanidad está inmersa en un proceso que implica toda clase de mutaciones, inclusive la de protagonizar un giro que deje atrás las formas de violencia en las que está inmersa. Entenderlo de otro modo implicaría que alguien, por ser un excelente técnico en leyes económicas, sería un excelente líder –lo que haría las cosas más sencillas, salvo que está demostrado que no es así–, y que la política tiene un final anunciado.
Esta reivindicación del individuo permite pensar, respecto del Estado, que exige originales poderes de control y de intervención de los trabajadores y de los ciudadanos desde las empresas y los servicios públicos. En cuanto a los mercados, enfatiza Boccara, es necesario reformatearlos privilegiando el fraccionamiento y las prestaciones públicas innovadoras. En cuanto al mercado de trabajo, para dar certezas al empleo y a la capacitación; en cuanto al de productos, para renovar los criterios de producción; y en cuanto al mercado monetario y financiero, para mejorar las instituciones públicas y ofrecer criterios diferentes en la oferta crediticia, lo que presupone conformar polos financieros con fondos públicos en condiciones de oferta que están dispersos y no responden a una política común. Las intervenciones puntuales, urgentes y aparatosas que nos exhiben los países centrales (por ejemplo, el “plan” Paulson) son, por su naturaleza, provisorias.
Boccara propone un crédito selectivo de largo plazo, con tasas de interés bajas e incluso negativas para inversiones reales materiales e inmateriales; un buen ejemplo son las orientadas a la investigación y el desarrollo. Este crédito debe estar anudado con una oferta de empleo durable por parte de los prestatarios, de calidad, razonablemente remunerados y con capacitación continuada. Formar adecuadamente a sus trabajadores equivale tanto a invertir en la responsabilidad social de la empresa cuanto en hacerla más competitiva por la formación especial de sus recursos humanos. La nueva civilización mundial, incluida su cultura y sus valores, es una civilización de la humanidad en su conjunto.
Un “genoma de ciudadanía” (Anicet Le Pors) debería prevalecer en un momento en el que se reescribe un mundo complejo y poco inteligible, de modo tal de expresar las elecciones que identifican al ciudadano como sujeto de derecho y actor político. Para la porción del mundo que trabaja, come y manda a sus hijos a educarse, ésta es una obligación más útil que el estado de ánimo esponjoso, el enojo y la queja estériles en tiempos de cólera. El ciudadano está invitado a sustituir la gravosa, fragmentada, ambigua y lánguida marcha a tientas de las sociedades en crisis, por “... otro camino racional de emancipación política de las grandes masas humanas hoy libradas al caos”.
*Ex canciller