Qué alegría me da escribir esta columna, me conecta con mis raíces, con mi tierra, con mi gente. No quiero entrar en detalles íntimos, pero hace un par de meses que estoy viviendo en Ámsterdam. Estaba harto de vivir en un país sin futuro, con el populismo a punto de llevarnos a ser Venezuela –o algo peor aún– con los valores invertidos –en lugar del mérito, la corrupción–, pagando mis impuestos para mantener a vagos. Dije basta, hice las valijas y ahora me va bárbaro: trabajo de atarles los cordones a personas de la tercera edad que no pueden agacharse. ¡Gano 2000 euros por mes y me sobra el tiempo para ir al Rijksmuseum! (De hecho, me quisieron entrevistar de La Nación, pero no acepté. Soy exclusivo de PERFIL, y además me daría pena que La Nación gaste espacio en mí, en lugar de cubrir a diario la actualidad de Juliana Awada y su huerta). Conectado con Argentina, entonces, un amigo me mandó por correo Cosa de gringos, de Claudio Iglesias (Palabras Amarillas, Buenos Aires, 2018) que compró en la última feria La Sensación. De Iglesias ya había leído Genios pobres (Mansalva, Buenos Aires, 2018), libro que me había interesado sobremanera. En el cruce entre el retrato biográfico, la historia cultural y el ensayo literario, Genios pobres puede leerse también como una precisa y solapada –o no tanto– intervención sobre el estado de la escena del arte en Argentina. Pues bien, Cosas de gringos va aún más lejos en esa dimensión de cruce y de intervención, casi, programática. Iglesias es, sin dudas, uno de los más agudos ensayistas contemporáneos, cuyo pensamiento tiene alcances que van más allá del arte. Cosa de gringos es un libro sobre la fundación de una cierta tradición argentina, o tal vez de una escena, de una tensión: la triple tensión entre arte, Estado y público. El texto lee de cerca otro texto: La evolución del gusto artístico en Buenos Aires, de Eduardo Schiaffino, lo que implica seguir de cerca la hipótesis de colocar a Prilidiano Pueyrredón como el fundador del arte argentino, el que vino a sacar el arte nacional del estado amorfo en que se encontraba hasta entonces: el limbo. La influencia brasilera en las obras de Prilidiano Pueyrredón (cuya interpretación, la de Iglesias, me recuerda lejanamente a Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, de Adolfo Prieto, libro con el que, de alguna manera, tal vez impensada por el autor, dialoga), el living de la casona de San Isidro como arte entre amigos, la situación de clase, la cultura nacional surgida en medio de los matorrales, cada una de estas líneas es descripta por Iglesias con una prosa erudita e irónica a la vez, en el borde externo de la teoría literaria y en el límite interno del sentido del humor. Finalmente, la Argentina concibe su arte y nace un vástago de mil cabezas: el público. Iglesias describe el éxito de La fiebre, de Blanes, primera obra de arte popular entre nosotros, citando al propio Schiaffino: “El público de Buenos Aires se halló delante de este cuadro en condiciones análogas a las del público de Florencia en el siglo XIII, cuando Cimabue emancipado del canon bizantino, dio a la luz a la célebre Madonna”. El cierre no puede sino ser crítico y melancólico. Escribe Iglesias: “Pero la historia tiene sus vueltas. Y el limbo a la larga iba a tomarse venganza”.