Me gusta ir al Festival de Mar del Plata. Es distendido, amable y suele ofrecer una combinación estimulante de ocio y placer cinéfilo. Más cuando, como este año, se hicieron bien las cosas y la edición fue mucho mejor que la del año pasado, cuando un corte presupuestario redujo todo a su mínima expresión. Ahora, en cambio, la programación fue muy interesante: hubo una cantidad importante de buenas películas (en particular en la Competencia Internacional, uno de los puntos tradicionalmente más flojos de la muestra), de novedades oportunas, propuestas arriesgadas y retrospectivas valiosas. La organización fue esmerada, vinieron más y mejores invitados y Mar del Plata recuperó así la posibilidad de seguir siendo un acogedor punto de encuentro para el cine a orillas del mar y les ofreció ocho días de vacaciones productivas a los participantes.
Por eso me fastidia especialmente lo ocurrido en la ceremonia de clausura. Me abstengo de concurrir a ella desde hace dos años, después de los insultos que Leonardo Favio profirió entonces desde el escenario contra quienes no se alineaban con el Gobierno. Pero no pude evitar enterarme de lo que ocurrió allí el sábado de la semana pasada. Liliana Mazure, la directora del Incaa, incluyó en su discurso una serie de comentarios inatingentes, absurdos para el encargado de la palabra oficial frente a un público en el que abundaban cineastas extranjeros y ciudadanos argentinos a los que –por ahora, al menos–la ley no les prohíbe ser opositores. Mazure pareció hablar para complacer a quienes comparten su posición política, para recordarles quién manda en la Argentina a quienes no lo hacen y para sumergir en el desconcierto a los visitantes. No se limitó a señalar los logros del Gobierno ni a subrayar su apoyo a Cristina Kirchner, sino que incluyó frases de bienvenida a La Cámpora y otras agrupaciones juveniles del oficialismo (no quedó claro qué función cumplían en el festival estos militantes) y hasta aludió a la victoria de la agrupación kirchnerista “Arturo Jauretche” en las elecciones del Centro de Estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires.
No tengo nada personal contra Mazure. Al contrario, conservo de ella un buen recuerdo de la época en la que trabajamos armoniosamente en el Bafici. Eso fue hace diez años, cuando nadie creía que el deber de los funcionarios culturales fuera intimidar a los opositores y la convivencia política alcanzada en democracia hacía que expresiones como las del sábado fueran completamente inimaginables. Hoy, las cosas han cambiado para peor y estos son tiempos en los que las declaraciones del nuevo director de Télam invitan a la comparación con Raúl Apold, el tristemente célebre patrón del cine, la radiofonía y la propaganda oficial del primer peronismo. En verdad, no veo ninguna necesidad de ejercer esta especie de totalitarismo light en los festivales de cine, de recurrir a esos procedimientos sectarios y excluyentes, para usar una expresión de Perón.
Tal vez lo más grave de este discurso trasnochado sea que pase de largo sin escandalizar a nadie. Es cierto que nos hemos acostumbrando demasiado fácilmente a la prepotencia oficial, pero también influye en este silencio una particularidad del mundillo del cine argentino. Casi sin excepción, los cineastas, productores, actores, empresarios, técnicos y hasta periodistas que nos congregamos cada año en Mar del Plata recibimos beneficios del Estado a través del Incaa, aunque más no sea la invitación a pasar unos días en la Perla del Atlántico con alojamiento gratis. Pero también es cierto, como dijo Orson Welles, que una cosa es traicionar las convicciones en la mesa de tortura y otra es hacerlo para conservar la pileta de natación.