Recuerdo con cierta nostalgia las aperturas de ese programa. El locutor, convenientemente anónimo, con una voz irónica, artificiosa y finita, apayasada, como si imitara a Riverito en el énfasis de la voz cuando da los números ganadores de la Lotería, anunciaba las “buenas noticias” de cada día. Era curiosa esa elección de voz, que parecía, por exageración, anular la convicción en el posible efecto de su propio anuncio, como si estuviera pidiéndonos que no creyéramos en lo que decía. Para el lego, la política es una práctica cuyos resultados son inverificables a corto plazo, mientras que el sistema maniático de enunciaciones que la rodea (políticos, medios, especialistas) pueden llevarnos a creer que una boluda fiesta es más grave que una deuda externa a cien años, o viceversa. Por eso un político acierta o fracasa cuando encuentra, en términos de promedio, el tono más adecuado. Su éxito o fracaso dependen de la construcción de un verosímil actoral para enhebrar persuasivamente sus argumentos hasta la suma final, más que de las meditadas conclusiones que pudiéramos extraer de su pasado ejercicio ejecutivo. Me fui al carajo. Lo que quiero decir es que cuando yo escuchaba a esa voz locutoril prometiendo buenas noticias, el solo hecho de la afirmación me llevaba a creer que las habría. Y lo hacía porque creo en todo lo que leo y creo en todo lo que escucho, aunque sepa de antemano que es mentira.
Toda esta presentación para pedir al esforzado lector de la columna que me crea ahora, que quiero comunicarles una buena nueva: el nuevo libro de María Negroni, El corazón del daño (Literatura Random House), es una experiencia singular, para quienes aún la buscan en la lectura y no en la maniática estupidez estereotípica de las series. Navega por las extensas aguas de la autoficción, pero no lo es, y parece una novela que se pierde en la poesía, pero no es un poema en prosa y, encima, no le esquiva el cuer(p)o al ensayo.