La otra noche por fin salgo: voy un rato al cine. Y en el cine me toca vivir una circunstancia por demás singular. En la película en cuestión sucede, en un momento determinado, lo siguiente: un ataque terrorista perpetrado con un coche bomba en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. La reacción general en la sala es de regocijo y aclamación, una explosión festiva en perfecta correspondencia con la explosión de la pantalla.
Ese juego de correspondencia, con todo, no termina ahí. Porque en la propia película, a continuación, pasa a mostrarse eso mismo: la aprobación más que extendida para el autor del atentado. Se vuelve un héroe, un ídolo en los dos lados: en la pantalla y en la platea, en la ficción y en la realidad. En la película aparecen frondosas felicitaciones para el extremista sacado; lo alientan a poner más bombas. A ponerlas, por ejemplo, en la entidad de recaudación de fondos públicos. La reacción general en la sala es esta vez aun mayor: estalla una salva de aplausos victoriosos.
Ya sé, ya sé: no estamos viendo un dramón sino un film con toques de comedia. Pero los aplausos que resuenan en torno a mí, recelando de los ingresos públicos, no hacen más que ensombrecerme. Tal vez porque estudié en un colegio público; tal vez porque me gradué en una universidad pública; tal vez porque, si me enfermo o me lastimo, me atiendo en hospitales públicos; tal vez porque trabajo en la enseñanza y formo parte de la educación pública.
El mismo personaje que cometerá el atentado explosivo aparece, en el comienzo de la historia, comprando algo en un comercio. Cuando va a pagar, exige que le entreguen la factura correspondiente, que de hecho no le estaban dando. Pero en ese momento, en el cine, no escucho que lo aplaudan. No es un héroe, no es un ídolo, no genera nada.
Tal vez no tuve suerte y me tocó una mala tanda de espectadores. Me irá mejor la próxima vez.