Antes de pasar a otra cosa: el coronavirus no tiene vacuna y no hay obstáculo para su propagación (al menos ninguno aceptado por los burócratas de la salud y sus secuaces).
El virus contagiará por lo menos al 60% de la población mundial (tal como lo anunció tempranamente Angela Merkel para incredulidad de nuestro periodismo; las autoridades ecuatorianas han coincidido en ese porcentaje). De los contagiados, el 80% sobrellevará la enfermedad prácticamente sin darse cuenta, el 20% sufrirá complicaciones graves y el 5% restante deberá depender de la disponibilidad de unidades de terapia intensiva para sobrevivir. Las tasas de mortalidad son muy variables porque dependen de la cantidad de testeados, contagiados confirmados y del sistema sanitario. Las estimaciones rondan en alrededor del 3 por mil de contagiados. Todos nos contagiaremos y cuándo nos contagiaremos es la única incógnita, y aquello sobre lo cual se puede ejercer algún tipo de política, para que no colapsen los sistemas sanitarios, como sucedió en Italia, en España, en Nueva York, en Guayaquil, y la gente no muera por falta de tratamiento. Las cuarentenas obligatorias no tienen como función evitar el contagio, sino postergarlo.
Sobre el “aplanamiento de la curva”, aparentemente las cosas serían así (subrayo el potencial porque no soy autoridad en la materia y apenas si reproduzco información fidedigna que aquí no nos dan): si el ratio de duplicación de casos confirmados es de diez días, el sistema sanitario puede responder adecuadamente a la epidemia. Alemania está (o estaba hace unos días) en siete, Argentina en cinco, EE.UU. y México en cuatro.
En cuanto al tratamiento de ese problema, hay que poner entre signos de pregunta el manual de la OMS, la terquedad con la que nuestros epistemólogos y sanitaristas (heroificados hasta el hartazgo) pretenden imponerlo y evaluar otras soluciones.
El ministro de Salud porteño reconoció que dos de cada tres infectados son asintomáticos. Concluyó, abrazando un principio biopolítico impugnable: “Es importante actuar como si se tuviera la enfermedad”. Si hicieran testeos, como en el Veneto, como en Alemania, como en Corea, muchos de los que ya tuvieron la enfermedad (siguiendo al ministro, por cada confirmado, otros dos más), el problema de la circulación y el trabajo quedaría mitigado. La opción no es entre salud y economía, es entre sensatez y manía, entre imaginación y burocracia.