En el pantano de las palabras resbaladizas pero finalmente sospechosas, pocas expresiones son hoy tan insustanciales y volátiles como la que designa la idea de “izquierda”. Ser de izquierda, pertenecer a ella, pensar desde ella, compartir una sensibilidad en ese sentido, son hoy dispositivos que deambulan por toboganes jabonosos. Por ellos se desliza gente complicada.
Hay algo mucho peor, todavía: una rica variedad de imposturas, hipocresías y actos viles son racionalizados en virtud de que se perpetran y se justifican en nombre de esa tan mentada izquierda.
La necesidad actual de un debate agudo y frontal sobre esta cuestión queda revalidada por un nuevo y ambicioso libro colectivo, preparado y dirigido por un investigador serio y laborioso, el historiador Horacio Tarcus. No se anduvo con vueltas: la obra denota un esfuerzo impresionante y lleva con digno título: Diccionario biográfico de la izquierda argentina (Emecé, 2007).
Se trata de unas 1500 fichas con la reseña de vidas de izquierdistas muertos, un arco significado por su subtítulo, De los anarquistas a la “nueva izquierda” (1870-1976).
Pienso que en una sociedad poco afecta a las verdaderas confrontaciones de ideas, que son por definición ásperas pero honestas, lo que este Diccionario reclama es, por de pronto, una primera aproximación inequívoca. En sus 736 páginas, Tarcus, que dirigió el trabajo de 29 colaboradores, incluye como expresiones de esa izquierda argentina a numerosos pistoleros, secuestradores y ladrones de bancos, todos los cuales, provenientes de un pensamiento diametralmente opuesto, operaron en su momento bajo la convicción o pretensión de que ejercían la violencia revolucionaria en procura de una nueva sociedad, teóricamente mejor que ésta.
Eso es lo que impresiona y aturde en el libro: como un ¿involuntario? reflejo de lo que sucede en la vida cotidiana argentina, sobre la que pretende intervenir una izquierda arcaica y reaccionaria, el Diccionario de Tarcus, o sea su criterio de inclusión y figuración, revalida lamentablemente la pobreza de un pensamiento que confundía matar vigilantes con afirmar ideas progresistas, asaltar bancos con procurar transformaciones sociales y secuestrar empresarios con propiciar el hombre nuevo.
La pretensión se convierte en una pasmosa enormidad, porque parecería que, para Tarcus, ser “de izquierda” sería, sencillamente, ir contra “el sistema”, de cualquier manera. Así, en el libro desfilan las reseñas biográficas de numerosos exponentes del peronismo, del nacionalismo católico y del antiliberalismo fascistoide, que no sólo jamás leyeron a Karl Marx, sino que incluso nunca se plantearon definirse como marxistas.
De manera minuciosa, el Diccionario considera necesario enumerar las existencias de una larga lista de guerrilleros, incluidos en el mismo volumen junto a variadas expresiones del pensamiento y la acción socialista y comunista. De este modo, emergentes del justicialismo y del catolicismo de los años 60 y 70 ingresan al elenco de esa izquierda registrada.
Para mencionar solo a un puñado, Abal Medina, Arrostito, Baxter, Bettanin, Cabo, Capuano Martínez, Caride, El Kadri, Galimberti, García Elorrio, Habegger, Maguid, Mendizábal, el padre Mugica, Sabino Navarro, Nell, Pujadas, Ramus, Rearte fueron, es cierto, gente de acción y de compromiso total. A muchos de ellos los torturaron y a todos los mataron, pero varios de ellos también habían secuestrado y matado. Es cierto, aunque la gran mayoría murió en acción y otros fueron eliminados fríamente, su accionar no puede ser comparado con la crueldad innoble de los desaparecedores de gente, paradigma del terror de Estado. Pero en aquel listado figuran personas violentas y sanguinarias, tipos militaristas y a menudo impiadosos. Nada demasiado excelso hubiera sucedido si hubiesen triunfado.
No han dejado ni libros, ni documentos que permitan recomponer un supuesto pensamiento propio. No estudiaban demasiado, o al menos no escribían. Vivieron peligrosamente y no pidieron cuartel, ¿los convierte eso en revolucionarios de izquierda?
El libro consumado por Tarcus y su equipo presenta una suprema paradoja. Estos apellidos, asociados de modo explícito a la violencia más descarnada, porque muchos de ellos asesinaron sindicalistas, empresarios, militares y policías, comparten el mismo grueso volumen con Federico Pinedo, Juan B. Justo, Nicolás Repetto, Alfredo Palacios, Silvio Frondizi, Deodoro Roca, Alicia Moreau, José Ingenieros y Héctor P. Agosti, para citar a un grupo de personas cuyos esfuerzos por estudiar y comprender la realidad se patentizaron en una formidable obra cultural hoy mismo vigente o, al menos, propicia para el debate.
A ellos se unen grandes artistas visuales (Castagnino, Urruchúa, Berni, Carpani) y escritores (Barletta, Yunque). ¿Cómo asociarlos con los asaltantes del Policlínico Bancario (1974) o con los verdugos de José Rucci (1973)?
Estamos, pues, ante un loable propósito, con desenlace confuso y extremadamente revelador. El Diccionario de Tarcus parece deleitarse con el recuento pormenorizado de las hazañas guerrilleras de numerosos militantes alzados en armas, cuyas vidas ejercen –claramente– una fascinación dominante sobre el autor, al punto de que prioriza el supuesto testimonio de las armas, por encima de la proyección de las ideas.
La reseña sobre la vida de Paco Urondo, por ejemplo, se lleva diez columnas de texto, mientras que para Pancho Aricó quedan siete y para Juan Carlos Portantiero nada más que cinco, menos espacio –eso sí– que el dedicado a Galimberti, un fascista admirador de Mussolini que terminó haciendo negocios con Susana Giménez y colaborando con la CIA. ¿Izquierda?
El libro es importante porque desnuda un conflicto y una impostura centrales en la propia agenda cotidiana de la Argentina de ahora. ¿Cómo entender, si no, que el sindicato que agrupa a los así llamados “trabajadores de prensa”, la UTPBA, haya incorporado patovicas violentos y golpeadores de periodistas a sus filas, sino como la excrecencia agónica de una oscuridad dramática?
Sin embargo, desde esa UTPBA, un aparato que reivindica gozosamente su admiración por Chávez y Castro, la semana pasada surgieron “batatas” que molieron a golpes a un joven periodista porque osó preguntar en la sede del gremio sobre las razones de un accionar sindical cuestionado.
¿Qué es, hoy, entonces, ser de izquierda?