No podés ser feliz si no sos libre”, me dijo una vez Facundo Cabral. Y la frase me quedó grabada, al igual que la de un peruano muy sabio él, quien, en el Valle Sagrado de los Incas, nos aseguraba que los hombres hemos venido a este mundo precisamente para eso, para ser felices.
Estoy sentada a la mesa de un bar, con vista al Parque Lezama, ante un pocillo con café. Es mi ritual favorito. Hago memoria. Me pongo a hilvanar recuerdos a raíz de un artículo que acabo de leer, publicado en el diario The Guardian y que me muestra “al hombre más feliz del mundo”: Matthieu Ricard.
Sí, varias son las remembranzas que acuden a mi mente ante la foto de ese monje budista, el francés Matthieu Ricard, sentado sobre el césped, con las piernas cruzadas y envuelto en su túnica bordó. Ricard es hijo del filósofo Jean-Francois Revel y se doctoró en Biología molecular.
Hoy, Matthieu Ricard está en Buenos Aires y muchos argentinos lo pueden ver y escuchar.
Desde el trasfondo de los tiempos, surge en mi memoria también, un par de cuentos que siempre me fascinaron. Uno, sufí, narra la historia de un hombre muy rico, poderoso, pero muy desdichado, que comienza a viajar por el mundo, buscando la felicidad. Llega a un país árabe y pregunta dónde podía comprar esa mercancía (la felicidad, se entiende). Una muchacha le dice que hay una tienda en el desierto donde quizá esté lo que busca. Cuenta el cuento que el hombre se subió entonces a su camello y después de una larga travesía, encontró esa tienda con un cartel que rezaba: “La felicidad está aquí”. ¿Cuánto cuesta? le preguntó, entusiasmado, a una joven que lo recibió. “No, no se vende, aquí la damos gratis”, le respondió ésta. Y le entregó una pequeña caja con tres semillas: la semilla de la generosidad, de la solidaridad y del compañerismo. “Cultívelas, señor, y será feliz” –le dijo, sonriendo.
Miro de nuevo la foto de Matthieu Ricard en el diario de hoy. Está sonriendo él también, como la muchacha del cuento. Es el gurú actual de los hombres de negocios y de los grandes dirigentes internacionales; va a Davos, al Foro Económico Mundial a guiar sesiones de Meditación y a debatir sobre “La economía de la felicidad” con quienes deciden hoy los destinos del planeta.
En 2008 le estudiaron el cerebro en el Laboratorio de Neurociencias Afectivas de la Universidad de Wisconsin y la conclusión fue rotunda: se trataba “del hombre más feliz del mundo”. Matthieu Ricard se ríe de esto, claro. Vive en un monasterio de Nepal, meditando diariamente frente a los Himalayas (se calculó que en los últimos 40 años meditó más de 10 mil horas). “Resolver el problema de la felicidad humana ahora figura firmemente en la agenda de los líderes mundiales, gracias a Ricard”, expresa el artículo.
El otro cuento que siempre recuerdo es de Tolstoi y fue recopilado, con alguna variante, por Italo Calvino. Se titula “La camisa del hombre feliz”. La historia es simple: un viejo zar se enferma gravemente y tras vanas tentativas de médicos y magos, le dicen que para curarse debe usar la camisa de un hombre feliz. Parten los emisarios, pero ¿dónde está ese hombre? El que tenía salud, no tenía dinero; el que tenía dinero no tenía amor y así, sucesivamente, hasta que finalmente hallaron a un individuo, parado ante su diminuta choza. El hombre gritaba: ¡Qué bella es la vida! Al enterarse el zar, pidió que le trajeran la camisa del hombre feliz, a cambio de lo que él pidiese como recompensa. Pero los emisarios llegaron con las manos vacías. “Señor –le confesaron, compungidos– el hombre feliz no tiene camisa!”.
Termino mi café y doblo el diario. En este pozo sin fondo de nuestros deseos sin fin, en este mundo de consumismo desenfrenado, donde el dinero se ha erguido como valor supremo y las cosas materiales prometen felicidad, éxito y poder ¿quién puede tomarse en serio la moraleja del cuentito de Tolstoi?
Gilles Lipovetsky sostiene algo muy cierto sobre la dinámica del capitalismo. “El consumo te brinda pequeñas felicidades. (…) Pero –aclara– hay felicidad sólo cuando hay paz interior”.
El cuento de Tolstoi sigue siendo, para mí, un gran cuento. Como es de grande el ejemplo de este hombre llamado Matthieu Ricard, habitando en su celda de 2 x 2, pero uniéndose a los Himalayas y a todo el Universo en cada meditación. Este asceta moderno está enseñando –en la cumbre de Davos– a los poderosos del mundo lo que es la sonrisa de alguien que al no necesitar nada, lo tiene todo.
*Escritora y columnista. Su último libro es Aleteos, con tintas de Guillermo Roux.