A las 7 p.m. del 6 de marzo de 1967, un taxi se acercó a las puertas abiertas de la embajada estadounidense en la avenida Shantipath, en Nueva Delhi. Observado de cerca por el guardia de la policía india, avanzó lentamente por la vereda circular. La pasajera en el asiento trasero se asomó para ver el gran espejo de agua, sereno bajo la penumbra. Unos cuantos patos y gansos todavía flotaban entre los chorros que brotaban de su superficie. Las paredes externas de la sede diplomática estaban construidas con bloques perforados de concreto, lo que le daba al edificio una apariencia ligera, etérea. La mujer se dio cuenta de lo diferente que era respecto de la impasible e institucional embajada soviética de la que acababa de salir. De modo que así era Estados Unidos. Svetlana Allilúieva subió la amplia escalinata y observó el águila estadounidense empotrada en las puertas de cristal. Había tomado de manera precipitada todas las decisiones importantes de su vida. En cuanto cruzara ese umbral, sabía que su antigua vida estaría irrevocablemente perdida. No tenía duda de que la ira del Kremlin caería pronto sobre su cabeza. Se sintió desafiante. Se sintió aterrorizada. Había tomado la decisión más importante de su vida: había escapado; pero no tenía idea a dónde. No dudó. Apretó su pequeño portafolios en una mano y tocó el timbre.
Danny Wall, el marino de guardia en la recepción, abrió la puerta. Miró a la pequeña mujer parada frente a él. Era de mediana edad, estaba bien vestida y carecía de señas particulares. Estaba a punto de decirle que la embajada se hallaba cerrada cuando ella le entregó su pasaporte. Se puso pálido. Cerró la puerta detrás de la mujer y la acompañó hasta un pequeño cuarto adyacente. Entonces llamó por teléfono a Robert Rayle, el segundo secretario de la representación diplomática, que estaba a cargo de los que llegaban sin cita: los desertores. Rayle se encontraba fuera, pero cuando devolvió la llamada minutos después, Wall le dio el código secreto que indicaba que la embajada tenía a un desertor soviético, lo último que esperaba Rayle aquella tranquila noche de lunes en la capital india.
Cuando Rayle llegó a la embajada a las 7:25, le señalaron la sala en la que una mujer hablaba con el cónsul George Huey. Se volvió hacia Rayle tras entrar, y lo primero que le dijo fue: “Bueno, quizá no crea esto, pero soy la hija de Stalin”.
Rayle observó a la recatada y atractiva mujer de pelo cobrizo y ojos azul pálido que le sostenía la mirada. No encajaba con la imagen de la hija de Stalin, aunque no podría decir en qué consistía dicha apariencia. Ella le entregó su pasaporte soviético. De un vistazo vio el nombre: Ciudadana Svetlana Iósifovna Allilúieva. Iósifovna era el patronímico correcto, pues significaba “hija de Iósif”. Barajó las posibilidades. Podría ser un topo soviético; podría tratarse de una agente de contrainteligencia; podría estar loca. George Huey preguntó, perplejo: “¿Así que dice que su padre fue Stalin? ¿El Stalin?”.
Como funcionario a cargo de los desertores del bloque soviético, Rayle era responsable de confirmar su autenticidad. Tras una corta entrevista, pidió disculpas y fue al centro de comunicaciones de la embajada, donde mandó un cable a la central en Washington para pedirles todos los archivos sobre Svetlana Iósifovna Allilúieva. La respuesta llegó una hora después: “Sin rastro”. La central no sabía nada de ella: no había archivos de la cia ni del fbi ni del departamento de Estado. El gobierno de Estados Unidos ni siquiera sabía que Stalin tuviera una hija. Mientras esperaba una respuesta de Washington, Rayle interrogó a Svetlana. ¿Cómo había llegado a la India? Dijo que salió de la URSS el 19 de diciembre en una misión ceremonial. El gobierno soviético le había dado un permiso especial para viajar a la India y esparcir las cenizas de su “esposo”, Brajesh Singh, en el Ganges, en su aldea natal –Kalakankar, Uttar Pradesh–, como dictaba la tradición hindú. Añadió amargamente que como Singh era extranjero, Alexéi Kosyguin, jefe del Consejo de Ministros, había rechazado personalmente su petición de matrimonio, pero tras la muerte de Singh le permitieron llevar sus cenizas a la India. En los tres meses que pasó ahí, se había enamorado del país y había pedido que se le permitiera quedarse. Le negaron la petición. “El Kremlin me considera propiedad estatal”, señaló con asco.
“¡Soy la hija de Stalin!” Le dijo a Rayle que, bajo presión soviética, el gobierno indio se había negado a extender su visa. Estaba harta de que la trataran como “reliquia nacional”. No quería volver a la URSS. Miró firmemente a Rayle y destacó que había ido a la embajada estadounidense a pedir asilo político al gobierno de EE.UU.
Hasta entonces, Rayle solo pudo concluir que esa mujer totalmente calmada creía lo que estaba diciendo. Entendió de inmediato las implicaciones políticas si su historia resultara cierta. Si en serio era la hija de Stalin, pertenecía a la realeza soviética. Su deserción sería un profundo golpe psicológico a la Unión Soviética, y harían lo que fuera para recuperarla. La embajada estadounidense terminaría en el centro de una tormenta política.
Rayle aún tenía sospechas. Le preguntó por qué no se llamaba Stálina ni Dzhugashvili, el apellido de su padre. Ella le explicó que en 1957 se había cambiado el nombre de Stálina a Allilúieva, el apellido de soltera de su madre Nadezhda, como era el derecho de cualquier ciudadano soviético.
Entonces le preguntó dónde se estaba quedando. “En la casa de huéspedes de la embajada soviética”, contestó, tan solo a unos cientos de metros de distancia. ¿Cómo había logrado escurrirse de la sede diplomática soviética sin que lo advirtieran?, preguntó. (...)
Negarse a proteger a la hija de Stalin no pintaría bien en casa. Svetlana entendía cómo funcionaba la manipulación política. Había tenido una vida entera de lecciones.
Rayle acompañó a Svetlana a un cuarto en el segundo piso, le dio una taza de té y le sugirió que escribiera una declaración: una breve biografía y una explicación de su deserción. En ese momento se disculpó de nuevo, porque tenía que consultar a sus superiores.
*Autora de, La hija de Stalin, editorial Debate.