Los argentinos somos a la vez optimistas y pesimistas: lo primero, porque de una u otra manera terminamos renovando la esperanza en que mañana será mejor que hoy; el pesimismo, en cambio, se nos cuela en la certeza, muchas
veces expresada, de que hoy fue peor que ayer. ¿Cuál es la razón de este complejo?
Ocurre que nuestras decepciones no instituyen en nosotros una memoria, un aprendizaje, una experiencia. Expresan un sentimiento a priori en relación con el presente, como si fantaseáramos con una vida plena que está en otra parte, pase lo que pase hoy.
Sin embargo, paradójicamente, a fin del año 2014 sigue aplicándosenos lo que Héctor Alvarez Murena escribió en 1957: padecemos de una especie de posesión demoníaca que nos sumerge en el presente absoluto, generándonos una sensación de estar fuera del tiempo, algo decepcionados, soñando con una vida supuestamente más real, que transcurriría sin nosotros, en otra parte. Si esto es cierto, somos extraños los argentinos; si no lo es, también lo somos, porque muchos argentinos así lo creen y lo sienten.
Cuando nos dirigimos a la política, advertimos su reducción al electoralismo, que la empequeñece al formato de un “face”: pantalla de televisión, otras interconexiones, medios “de comunicación” que, al margen de las positividades en las que nos instalan, tienden a borrar todas las densidades de la experiencia, empastando y aplastando sus dimensiones en la instantaneidad de una virtualidad residual.
Si queremos buscar la realidad política argentina, la encontraremos en la iniciativa gubernamental por un lado, y en los llamados “poderes fácticos” por el otro. La política en su dinámica actual nos ofrece entonces, pocos motivos de esperanza real. Mucho “Bailando por un sueño” en lo que respecta a las supuestas opciones a lo que hay, o diversos grados de continuidad/discontinuidad con las políticas de gobierno, librado a conjeturas y especulaciones, a falta de definiciones y
compromisos serios.
Otra paradoja: mientras la Constitución Nacional consagra la importancia institucional de los partidos políticos, éstos ya no existen. Bajo la mascarada de su supervivencia, lo que transcurre es la puesta en espectáculo de “figuras” detrás de las cuales se organizan y reorganizan facciones, no partidos. En consecuencia, ¿a quién pedirle esas definiciones políticas? Seguro que detrás del circo hay “equipos técnicos”, pero entre los saberes específicos y las decisiones hay un abismo en la política argentina.
¿Y el pueblo, “los vecinos”, la ciudadanía? Los unos, movilizados por la política desde su expresión gubernamental; los otros, según dónde: en las grandes ciudades, participando espasmódica y reactivamente, inducidos por una “opinión pública” a menudo deformada por intereses mal disimulados; en “el interior”, al compás de identidades y tradiciones poco renovadas, a un ritmo francamente inercial.
Pero tal vez hemos equivocado la búsqueda: la política en su reducción electoral no podía sino reafirmarnos en el complejo del que partimos. Habrá que mirar adentro de los representados tanto o más que en el “face” de los representantes. Pero aquí nadie puede ahorrarse el trabajo. Eso sí espero que nos traiga 2015: mayor compromiso y seriedad de todos y cada uno de los argentinos, pues es desde allí que lograremos recuperar y fortalecer otro sentido de la política.
Dicho de otra manera, espero/deseo que nos hagamos cada vez más reales, lo que implica aceptarnos como seres históricos, que tienen tiempo, un tiempo de oportunidades en el que honrar el trabajo y el mérito, en el que no domine masivamente la ilusoria redención en el instante de una imagen, en la existencia “online” o en la desesperada búsqueda de la piedra filosofal que logre transmutar todo valor en moneda constante y sonante.
*Senador de la Nación 2007-2013. Filósofo.