Ultimamente me he encontrado afirmando que en esta época (y desde hace unos años) la televisión goza de excelente salud, sobre todo en relación con el cine y el teatro; que estamos en una época de oro de ese medio tan cuestionado y vituperado por todos; que es en la televisión donde se encuentran los productos más arriesgados y lúdicos (en el sentido profundo del término). Debo aclarar que me refiero a las series de televisión (la mayoría americanas, pero las hay inglesas y hasta la danesa Kingdom) que tiene fanatizado a un grupo bastante extenso de personas entre las que me incluyo. ¿Qué es lo que nos fascina de las extravagancias de Ruth, la inefable madre de Six Feet Under, o de la ingenuidad de Hiro Nakamura de Heroes, o de la insoportable falta de tacto del protagonista (insufriblemente inglés) de Extras? Es que en estas series puede, literalmente, pasar cualquier cosa; la historia puede dar un inesperado giro, o pueden matar a uno de los protagonistas capítulos antes del final de la serie, así como también algo puede fallar en la historia y decaer el interés de la serie hasta lo insoportable, o algo puede adquirir un sorpresivo brillo que lo ilumine todo.
Es que en la serie televisiva se genera una frescura y una liviandad que (aunque suene paradójico) pueden llevar a profundizar la historia que se relata a niveles insospechados, como ocurría con el folletín en el siglo XIX y comienzos del XX; no olvidemos que grandes títulos de la literatura universal fueron escritos dentro de ese formato; sólo para dar un ejemplo pensemos en El idiota de Dostoievsky. En los capítulos comentados por Lars von Triers de Kingdom, lo que el mismo Von Triers destaca es lo mucho que se divirtieron con ese disparatado argumento del hospital embrujado: hoy en día el cine se ha vuelto algo tenso por importante (por supuesto que hablo del fenómeno en términos generales y no particulares). La inefable y desfachatada libertad de Fellini, Pasolini y tantos otros es algo que se extraña. En el teatro también se ha perdido esa relajación, y las producciones adolecen de la tensión propia de lo importante. El teatro argentino, en una amplia franja –la alternativa– es una excepción (espero que no la que confirma la regla). Curiosamente hoy, a diferencia de otras épocas y otras carteleras del mundo, en Buenos Aires el 90% de los espectáculos que se ofrecen son estrenos de autor nacional. Hoy, todos sabemos que el conflicto de los guionistas de Hollywood hace peligrar el trabajo de miles de americanos y el destino de muchos queridos personajes de la ficción. Y es ahí donde reside lo importante en el hecho de escribir y contar historias: que esas historias se puedan seguir contando. Es que sin autor no hay obra (tal como reza el lema de Argentores), ni series de televisión ni trabajo para los actores ni para los productores ni para nadie; y sobre todo, no hay ficción para ver en casa. No hace mucho me sucedió, a propósito de la promoción para Nunca estuviste tan adorable en el Teatro Broadway, que me propusieran anunciar el espectáculo como dirigido por Javier Daulte, y no escrito y dirigido como era la sencilla realidad. “Es que no tenemos espacio en el cartel”, fue el argumento. El autor lentamente tiende a ser excluido por falta de espacio en demasiados espacios. Pero no olvidemos que si el autor no lo escribe, ¿quién, entonces?
*Dramaturgo. Autor de La felicidad, entre otras obras.