Tenemos odiosas y placenteras fantasías con Brasil, fotos fuera de foco, imágenes alteradas, errores gruesos. Pero nada estimula más a un periodista que el privilegio profesional de poder comparar sus dudas sobre el objeto de su observación y con su propia experiencia, lo leído, o lo que le han dicho.
Esta ciudad, por ejemplo, es una rotunda y tortuosa maravilla. La otra tarde, mientras caminaba por la costanera de Ipanema tras la temprana puesta del sol, me quedé extasiado mirando un partido de fútbol en la arena, jugado con gracia y destreza asombrosas por muchachos descalzos y en traje de baño. Pleno julio, “verano” carioca, 31 grados a la una de la tarde y un “frío” de 18 grados a las dos de la madrugada.
Modernidad nada líquida; la faja costera de la ex capital brasileña, esta orgullosa joya que se cantó a sí misma como “a cidade maravilhosa”, exuda apertura al mundo, cambio y ligereza del vivir que golpean al taciturno ojo del argentino siempre atribulado. Río comunica una existencia aflojada y cadenciosa que choca contra la urgencia neurótica de Buenos Aires.
“Estamos pasando un momento de oro” admite el astuto y respetado Lula. ¿Por qué? Lula suelta una afirmación imponente: “Brasil aprendió a crecer y el pueblo aprendió a consumir”. ¿Se van para arriba? Adusto y contenido como legislador escandinavo, el ex obrero metalúrgico al que le restan dos años y medio de gobierno, desilusiona a los termocéfalos: ahora hay que mantener el equilibrio, predica, capcioso y contenido.
No quiere tsunamis el señor Da Silva. Los hechos lo respaldan. Adviértanse estos índices, en todos los casos entre 2000 y 2007: la producción de petróleo aumentó 45%. La de automóviles creció 76%. El número de barcos atendidos en puertos brasileños subió 27%. El volumen de carga portuaria 68%. Las exportaciones crecieron 100%. La expectativa de vida pasó de 50,2 años en 1970 a 68,5 hoy, y la de mujeres de 55,3 años a 76,1.
Mientras comemos memorables filetes de res frente al mejor Jardín Botánico del hemisferio, el columnista George Vidor, de O’Globo, me confiesa que si sigue este curso, en 2012 no habrá miseria en Brasil y habrá desaparecido el analfabetismo.
El país viene cambiando de manera portentosa, una dirección que contradice pronósticos jactanciosos de quienes veían en los ocho años del gobierno de Fernando Henrique Cardoso la mera consolidación de dogmas neoliberales.
En 2000 cada operario de la poderosa industria del auto producía 18,9 vehículos por año; hoy cada uno produce 28,5, o sea que la productividad aumentó un 50%. País petrolero y sojero, Brasil es también potencia industrial y tanque mundial en alimentos.
A Lula lo indigna que le vengan a escupir el asado del desarrollo sustentable con alegatos seudo ecológicos. En reciente reportaje del semanario Exame, se exaltó: “Nuestro país tiene dueño, son los 190 millones de brasileños. Además de eso, tenemos intactos el 69% de nuestros bosques tropicales. Hay 25 millones de personas viviendo en la Amazonia, queremos preservarla para sacar provecho de la biodiversidad, de la que sabemos bastante poco”.
Lula es un obrero que se hizo político. Concibe y piensa con ese realismo aparentemente reduccionista que suele caracterizar lo plebeyo: no come vidrio. Le fascina el crecimiento, pero mucho más que la capacidad adquisitiva del pueblo se preserve.
A diferencia del stalinismo desarrollista que suele atacar como fiebre maligna a la Argentina, Lula y su Partido de los Trabajadores piensan y actúan con aleccionadora prudencia: a medida que la economía se despliega, hacen dos movimientos: incentivan el crecimiento, pero no permiten que el consumo sea mucho mayor que la demanda. Ha dicho que no le parece mal crecer al 5%: “No precisamos crecer al 6%”. Si fuera argentino, lo hubieran atacado desde el Gobierno por querer enfriar la economía.
En Brasil coexisten varias sociedades y en anchos y profundos tramos de su infinita geografía se verifican picos de atraso asombrosos. La otra noche me invitó a cenar mi amigo, el periodista y escritor Eric Nepomuceno. Me agasajó, en verdad, en un restaurante trepado en lo más alto del fascinante barrio tradicional de Santa Teresa, desde donde se ve toda la bahía de Guanabara y el océano de favelas cuyas pequeñas luces titilan a lo lejos. Mientras apurábamos los primeros alcoholes y estudiamos la carta, sonó una batería de cohetazos. Levanté la mirada y dejé en suspenso la duda entre comer peixe o frango. Mis ojos deben haber transpirado balazos, pero Eric me calmó: tudo bem, son fuegos artificiales, llegó la droga. Explicará, risueño y resignado: cuando llega el cargamento nocturno de droga a los barrios, los vecinos lo celebran con estallidos de pirotecnia.
Es la parte escenográfica y divertida, pero la tragedia de violencia y marginación, en un país donde las grandes ciudades viven jaqueadas por la delincuencia y el delito mayor, en un mar de drogas controladas por corsarios del narcotráfico, es estremecedora e innegable.
Este país se maneja, en casi todo, de manera mucho más serena y práctica que lo que suele ser común en la Argentina. Cuando se le pregunta a Lula por los “atrasos” o “retrocesos” que le imputa la izquierda radicalizada, el risueño y macizo presidente replica en su singular acento: “E melhor construir o consenso, do que ser derrotado depois”.
Lula simboliza tal vez todo lo que viene faltando en la Argentina desde que el paroxismo se hizo norma nacional, a partir de 1998 y sobre todo desde 2001. “A veces converso con alguien más a la derecha, después con alguien más a la izquierda, después con alguien de centro. Converso con aquel al que le gusta mucho mi gobierno. Converso con aquellos a los que no les gusta mi gobierno. A mí sólo me queda la posibilidad de lograr un denominador común. Yo siempre preferí el camino del medio”, explica, con esa paciencia lisa y aguantadora de obrero que nunca se empachó de brebajes ideológicos.
Va más allá. Con palabras mágicamente iluminantes para una sociedad como la argentina, sometida a cambios bruscos y propicia a ensoñaciones supuestamente contundentes, asegura que “si se pretende un proyecto que quiera cambiar el statu quo de las personas hoy mismo, no conseguiremos hacerlo. La sociedad no lo acepta. Una reforma debe mirar un horizonte de 30 años, es para las personas que todavía no se han incorporado al mercado de trabajo”.
Macacos, brasucas, negros, devoradores de bananas, como se los suele describir en las tribunas de la barbarie futbolística nacional, los brasileños vienen recogiendo con ordenada fruición resultados de la continuidad y de la conciencia de sus límites, pero también de su avasalladora vitalidad y su formidable dotación natural y humana para convertirse en uno de los mejores grandes del planeta.
A la hora del ingreso en la noche sensual, como si Jobim, Vinicius y Gilberto se hubieran puesto de acuerdo para perfumar de sutileza encantadora la experiencia nocturna de uno de los sitios más embriagantes del planeta, recuerdo y enmiendo al gran César Fernandez Moreno: argentino, sí, pero, por favor, no hasta la muerte.
* Desde Río de Janeiro.