Hay una distancia entre la libertad de expresión y lo que puede llegar a decir un hijo de puta. Hay una distancia entre el pedido de funcionar con cierta normalidad y la pulsión a decir cosas extraordinariamente estúpidas. Hay una distancia entre la participación pacífica y sobria en una campaña de solidaridad con mujeres condenadas a muerte e ir solo y decir boludeces con la única intención de hacerse notar. Hay una distancia entre las cosas que surgen a la primera intimidación prepotente contra nuestras libertades y lo que ocurre cuando esas libertades explican claro y en voz alta lo que realmente queremos. Hay una distancia entre la buena y la mala fe, entre defenderse y atacar, entre llorar y reír. ¿Se entiende?
Un dicho popular reza: “Si el cadete es ineficiente, echen al gerente”. Siempre me gustó porque detrás de su máscara de arbitrariedad, lo que encierra es una justicia total, brutal, algo que pone las cosas en su lugar y hace que volvamos a recuperar la fe en aquellos que nos designan con el dedo como gente capaz, solvente y sobria. El problema es que emborracharse en el trabajo dejó de ser causal de despido. Yo creo que el doctor Abel Albino fue a hacer su deposición al Senado borracho. Muchos dirán que es un acto de irresponsabilidad, pero yo no estoy tan seguro.
Pascale Day es una periodista británica que, como muchos periodistas, antes de dedicarse al periodismo trabajó de verdad. Pascale Day, cuando cursaba la universidad y para ganar algún dinero extra, trabajó de bartender, y en un artículo de hace algunos años publicado en el sitio Sofeminine contaba que el secreto para ir al trabajo contenta radicaba en que lo hacía borracha: “En la mayoría de los bares en los que trabajé insistían en que el personal se mantuviera sobrio. Como mucho, al final de la noche les podían dar una copa de vino como premio por su buen trabajo, pero solo si la noche había sido particularmente horrenda. Cuando tu turno empieza a la hora de acostarse y termina cuando sale el sol y consiste en servir a grandes grupos de idiotas incluso mayores cantidades de alcohol, es suficiente para infundirte miedo desde el momento en que despiertas ese día. Pero había una razón por la cual nuestro bar era tan popular, y era que los trabajadores estaban obligados a beber tragos con los clientes. Así que, si ponía la rodaja de fruta equivocada en la bebida de alguien, no pasaba nada: esa copa me la tomaba yo”.
Cuenta Pascale Day que durante sus turnos en el bar se hacía amiga de clientes a los que habría odiado estando sobria: “No me molestaba que la gente me invitara un trago en lugar de dejarme una buena propina. Tomábamos tragos juntos y brindábamos por nuestro bar. Les encantaba poder venir a un sitio donde no era raro que supieran nuestros nombres y nosotros los suyos; como en Cheers, pero con cocaína”.
Y como si todo eso no bastara escucho programas de radio donde les dan aire a las voces más retrógradas y fascistas del mundo actual, contaminando el éter escudándose detrás de una supuesta libertad de expresión, opiniones referidas a que habría una disonancia entre la defensa de la libertad de expresión y la defensa que de Abel Albino hace Cecilia Pando, disonancia cuya explicación me parece significativa, dadas las enormes diferencias entre una y otra. El silencio no nos hace cómplices de nada: con él estaremos contribuyendo a la descontaminación del éter. Todos hablan demasiado. Nosotros no menos que otros. La cuestión me parece bastante gratuita y entonces respondo: “OK, el trago estaba bueno”.
Abel Albino estaba borracho cuando aseguró que los preservativos no sirven para proteger de enfermedades de transmisión sexual. Es así de simple. La pregunta es: ¿quién invitó a Abel Albino al Senado? Los idiotas no tienen la culpa, los que les dan voz a los idiotas sí.