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Siestas de racionalidad

Las dudas de empresarios españoles se corresponden con nuestra historia de transiciones políticas truncas.

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MOMENTO CLAVE | PABLO TEMES
Los españoles nos conocen demasiado. Como si nos hubieran visto nacer. Es natural que tengan reservas cuando escuchan que un presidente argentino les habla de estabilidad macroeconómica, reglas del juego claras o un clima de inversión ideal para que las empresas ibéricas vuelvan a confiar en el país. Pero claro, siempre quedan interrogantes abiertos sobre la cuestión de fondo, la gobernabilidad, acrecentados en las últimas semanas por obra y gracia del propio Macri y su equipo de colaboradores. Ahora, con el “en octubre ganamos caminando”, el Presidente busca despejar el atolladero en el que se metió solito. Pero falta bastante para eso. Y marzo arranca con un nivel de tensión social y conflictividad política que no se veía desde hacía mucho tiempo.

“Deseos de creer nos sobran, sólo que las palabras correctas no son suficientes”, me comentó un ejecutivo con decenas de vuelos entre Madrid y Buenos Aires encima. Había hablado con él hace menos de un año, cuando aún predominaba la vana ilusión de que, tal vez, algunas cosas importantes podían llegar a cambiar.  Muchos añoran ese breve espíritu transformador: parecía que finalmente iban a abordarse las cuestiones estructurales, el fortalecimiento de las instituciones, las reformas capaces de modificar comportamientos autodestructivos (inflación, despilfarro de recursos, pan y circo, ruptura del contrato social) en los que el país recae una y otra vez. “¿Acaso esta vez será diferente?”, me preguntó, a sabiendas de que sólo podré responderle con un gesto apenas elegante. Los dos tememos que esta experiencia que la Argentina vive desde hace quince meses quede reducida a un espejismo de moderación discursiva, racionalidad económica y compromiso democrático en medio del desierto de conflictos distributivos, imprevisibilidad, improvisación y reversión del desarrollo en el que, desde hace décadas, está extraviado este país.

“’¿Cuál es el programa real del Presidente?”, me consultó un ex diplomático norteamericano que insistía en contener mi preocupación por el contexto vernáculo con definiciones inquietantes sobre el curso de los acontecimientos en el mundo y en particular en su país. “¿Tiene realmente vocación de cambio o se contentaría con navegar de algún modo esta transición (muddling through, en inglés) y finalizar su gobierno?”. Le recordé que eso ya implicaría un hecho destacado: el último presidente no peronista en terminar su gestión data de 1928.

Sin darme cuenta, le resumí una clase fabulosa de Luis Alberto Romero sobre “la feliz experiencia” dada en Filo, allá por 1984. Cuando Bernardino Rivadavia asumió como ministro de Gobierno en 1821, la provincia de Buenos Aires era un territorio arrasado por la anarquía posrevolucionaria. En 1820 habían pasado ocho gobiernos diferentes, tres en un solo día (17 de febrero). Como ladero de Martín Rodríguez, titular del Ejecutivo bonaerense, e influenciado por Jeremy Bentham y el utilitarismo (igual que Simón Bolívar, según Klaus Gallo), Rivadavia intentó sentar las bases de un país razonable, pujante y moderno: hizo sancionar la Ley de Sufragio Universal (primera experiencia en Latinoamérica), intentó pacificar la nación emergente mediante una amnistía (gracias a la cual pudo regresar Manuel Dorrego) y fundó la Bolsa de Comercio y la Universidad de Buenos Aires. Unitario por convicción, buscó separar la Iglesia (expropió parte de las tierras) del Estado, lo que generó conflictos y conspiraciones. Dato no menor: refundó el viejo Colegio de San Carlos (actual Nacional de Buenos Aires, del que era egresado) como Colegio de Ciencias Morales. Para 1826, ya era el primer presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata y bautizaría el sillón que ocuparían todos sus sucesores (y en el que se sentó Balcarce, el perro PRO en el que Alejandro Borensztein deposita tantas esperanzas). Gracias a Rivadavia, esa locomotora llamada Argentina parecía salir de su letargo y funcionar a toda marcha, financiada en gran medida por el empréstito de la Baring Brothers (esa manía de nuestras elites modernizantes por endeudarse). Los conflictos derivados de la Constitución de 1826, la Guerra con Brasil y el default de esa deuda precipitaron una crisis política y un proceso vacío de poder que sólo se frenó con el caudillismo autoritario y depredador de Juan Manuel de Rosas. 

Se trata de ciclos de racionalidad incompleta frustrados por crisis políticas y económicas que derivan en largos períodos de concentración de autoridad a costa de resignar derechos e institucionalidad. Orden sin progreso, justicia ni (a menudo) libertad. Un hecho recurrente a lo largo de nuestra historia: el desarrollismo de Arturo Frondizi, el ímpetu democrático de Raúl Alfonsín (que hasta pudo contagiar brevemente a la renovación peronista), la diluida promesa de transparencia de la Alianza… Todos intentos que terminaron con interrupción de los impulsos modernizadores, institucionalistas y civilizatorios debido a una mezcla de impericia para sortear los obstáculos del antiguo régimen, errores no forzados y shocks externos (en especial económicos, también la Guerra Fría y, más tarde, el 9/11/2001).

Una de las claves de dichos fracasos es que nuestras siestas de racionalidad nunca son demasiado largas como para consolidar alguno de los cambios que traen aparejados. Tampoco populares, ni consensuadas –por soberbia, egoísmo o autoconfianza desmedida, sus adláteres evitan un respaldo amplio– a pesar de las promesas de campaña o de intentos tímidos, parciales. Sea por la necesidad de estabilizar la economía (“pasar el invierno”, inmortalizó Alsogaray; “esperar un mes más hasta que empiece la cosecha gruesa”, deben pensar Dujovne, Cabrera, Sturzenegger, Caputo, Aranguren, Buryaile y Santos, coordinados por Quintana y Lopetegui) o por la renuencia a abrir el juego a otros actores políticos y sociales que cuestionen la discrecionalidad del Presidente en el proceso de toma de decisiones o por nuestra tendencia a la polarización político-discursiva, alimentada por conflictos internos de las propias coaliciones gobernantes (como le pasó al propio Rivadavia, a Yrigoyen, en gran medida a Alfonsín y a De la Rúa), estos sueños suelen terminar en pesadillas autoritarias, que abortan la ilusión de vivir en un país moderno, integrado al mundo, institucionalmente sólido, con oportunidades para todos, estabilidad en las reglas y respeto por los derechos humanos y de propiedad, incluyendo el de los entendiblemente desconfiados inversores extranjeros. Entre los que se encuentran los atribulados empresarios españoles que, como tantos otros, quieren creer pero prefieren esperar.