Cuando era chico, mis padres tenían conocidos en el mundo de la música que les regalaban entradas para el Colón. Hacia los diez años, mi educación artística pasaba por un momento insuperable: un par de veces al mes me sentaba en la platea del teatro para ver todo tipo de espectáculos. Recuerdo que disfrutaba de los conciertos de música de cámara (los favoritos de mi padre) y un poco menos de las orquestas sinfónicas, miraba la ópera con una mezcla de fascinación y desconfianza, pero me aburría como un hongo cada vez que tocaba ballet. Como joven argentino formado en la idea de que la más importante de las artes escénicas es el fútbol, esa experiencia temprana con la danza clásica no fue del todo positiva y el escaso contacto posterior con su contrapartida moderna no me hizo cambiar de idea. Tuvieron que transcurrir casi cincuenta años para que un día, de pronto, me asaltara la revelación de que el ballet podría ser interesante.
Claro que en el medio había descubierto también que el cine es la mejor manera de tamizar el impudor de la experiencia teatral con su tensión circense y su contexto social un poco agobiante para el espectador no iniciado. Finalmente, fue una película la que me llevó a reconsiderar mi ideas sobre el ballet. Se llama justamente La danse y se estrenó en el reciente festival de Venecia, al que no concurrí. En cambio, los organizadores del Doc Buenos Aires, el festival de documentales cuya novena edición se extenderá hasta el 26 de octubre, tuvieron la gentileza de enviarme un DVD. El programa del Doc incluye obras de directores contemporáneos esenciales como Luc Moullet, Alexander Kluge, Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul, Wang Bing, y sobre todo, una de Frederick Wiseman: La danse. Wiseman es uno de los grandes genios del cine. Nacido en Boston en 1930, Wiseman suele aplicar un método muy sencillo: pone la cámara y registra la interacción entre las personas de una determinada institución. Luego monta lo filmado y el resultado es que la institución revela su funcionamiento, sus conflictos y sus secretos. Así, Wiseman ha hecho hablar a colegios, comisarías, manicomios, tribunales, parlamentos, hipódromos e instalaciones nucleares, a la violencia doméstica y a la asistencia social. En este caso, el objeto de su pesquisa es el cuerpo de baile de la Opera de París.
La danse muestra ensayos de los siete ballets que están en preparación durante el rodaje (desde el infaltable Cascanueces en la versión de Nureyev a una coreografía de Pina Bausch), pero muchas escenas ilustran también el complejo entrenamiento de los bailarines y la minuciosidad con la que coreógrafos y maestros perfeccionan cada movimiento de los solistas. Me olvidé de decir más arriba que la simple propuesta cinematográfica de Wiseman no tiene continuadores porque, sólo él, parece saber dónde poner la cámara para que el dispositivo funcione. Pero también para que lo que muestra, como en este caso, sea de una belleza sorprendente, aun para los analfabetos en la materia. Además de momentos de ballet maravillosos, la película ofrece la oportunidad de ver la trastienda de lo que ocurre en escena. En ese sentido, el centro neurálgico del film es Brigitte Lefèvre, la directora de la compañía, con sus intervenciones, sugerencias, maniobras y negociaciones organizadas alrededor de una oculta noción de supervivencia. Es que ese prestigioso cuerpo de baile, sostenido por el Estado y dedicado a mantener una tradición de excelencia, con su repertorio esencialmente conservador y adaptado al gusto de sponsors y habitués, es en el fondo una criatura frágil, que se da el increíble lujo de su perfección en medio de todo tipo de amenazas burocráticas y de sospechas sobre su inutilidad. Como dice el crítico Jason Anderson, Wiseman “crea un soberbio retrato del eterno pas de deux entre el arte y el comercio”. Y en el camino, hasta puede encantar a las bestias.