“Alguien puede hacerse la idea de que yo soy un demente napoleónico detrás del poder, y
éste es un formidable disparate. Hay un pacto de demonización para mostrar a los funcionarios
enloquecidos detrás de espacios de poder.”
Alberto Angel Fernández
Ya se sabe: hasta que llegó Cristina, jamás nos había gobernado una mujer. Pero hasta hoy
nadie había explorado el dato de que tampoco lo hizo un Fernández, pese a que, junto a los
Rodríguez y a los González, los Fernández se disputan el campeonato nacional de los apellidos
argentinos más numerosos, extendidos y arraigados en el país. Ni siquiera hubo un virrey Fernández,
ni un gobernador bonaerense Fernández o un intendente porteño Fernández. Aunque sí tuvimos un
Fernández al frente de las Malvinas cuando aún eran españolas, entre 1801 y 1802. Ramón, se
llamaba.
Tal vez haya sido por la carencia histórica de Fernández en puestos de jerarquía o por otra
carencia (porque de carencias, al fin y al cabo, está hecha la Argentina), que ahora el destino
parece habérnoslos tirado a todos juntos encima. Cristina es Fernández. El ministro de Justicia,
Seguridad y Derechos Humanos, Aníbal, es Fernández. El jefe de Gabinete, Alberto, es Fernández. Y,
tras el primer gesto de autoridad de la Señora, ocurrido esta semana, también tenemos ya un
encargado de la AFIP con apellido Fernández. Carlos, se llama el reemplazante del efectivo Alberto
Abad.
De alguna manera, todos son Fernández de Kirchner. Y entre todos han logrado meterse de
cabeza en la vida cotidiana de 35 millones de compatriotas. De las áreas que ellos comandan o
controlan políticamente dependen nuestra calma callejera, el respeto a nuestros derechos básicos,
la recaudación de los impuestos que pagamos y el uso discrecional de ellos una vez que se
convierten en Presupuesto Nacional, la Salud, la Educación, la tele y la radio estatales, el
control de la tele y la radio privadas, la publicidad oficial, el Banco Nación, el control de cómo
los funcionarios públicos usan semejante cantidad de plata...
El que más áreas maneja de todas las mencionadas es, también se sabe, Alberto Angel, quien
lanzó la frase que encabeza esta página el jueves pasado, con inocultable enojo.
Empecemos diciendo que Alberto F tiene razón: al menos por lo que se conoce de él no está
loco y mucho menos podría ser considerado napoleónico. Ello querría decir que estamos bajo el mando
de un Napoleón Bonaparte, quien, pese a su baja estatura y su cuestionable cordura, calzaba ropajes
de líder enormes (sólo así se hace Historia). Acaso demasiado enormes, es cierto, para lo que
debería tolerar una democracia seria, estable y productiva como la que tanto nos cuesta conseguir.
Fernández es un apellido patronímico derivado del nombre Fernán o Fernando, que significa
“esforzado guerrero” y, a su vez, proviene del vocablo “har”, con que los
celtas se referían a la “guerra” o al “poder”. Es probable que haya
comenzado a utilizarse en homenaje al rey español Fernando III, quien heredó el trono de su mamá y
jugó un gran papel en la resistencia contra la invasión musulmana, que duró muchísimas décadas más
que el Turco Menem y sus 90. Por todo aquello, Fernando III pasó a ser más conocido como San
Fernando en 1671, es decir, 419 años después de muerto.
Los Fernández tienen escudo heráldico. En él, debajo de un roble, un león sostiene entre sus
garras a un lobo, dando un resultado visual bastante parecido al que nuestros Fernández de Kirchner
se empecinan en ofrecernos con cada discurso oficial.
El Fernández más importante de la historia nacional fue, curiosamente, quien tuvo a su cargo
organizar la Aduana y todo el sistema de racaudación impositiva del Virreinato del Río de la Plata.
(Algo similar a lo que ahora quiere hacer Alberto Fernández con su amigo Carlos Fernández por
orden, se supone, de Cristina Fernández). Manuel Ignacio se llamaba aquel Fernández, quien gozaba
de la confianza de Carlos III y fue enviado a estas costas por dicho monarca en 1778 para poner
freno a la autonomía y a la ambición de los virreyes, que le estaban saliendo bastante caras a la
corona. Como superintendente de Guerra y de la Real Hacienda de Buenos Ayres, Manuel Ignacio F
tenía superpoderes (el Cabildo estaba tan pintado como el Congreso Nacional, 230 años
más tarde) y trato directo con España. O, mejor dicho, lo más directo que permitía la comunicación
por cartas escritas con pluma de ganso y transportadas en barcos a vela. Por la misma vía enviaba
los “excedentes de las recaudaciones”, incluidas las provenientes de la Aduana de
Montevideo. Para garantizar que nada quedara librado al azar, Manuel Ignacio Fernández nombró
contador de la Aduana a Juan José Núñez, que era su sobrino.
Carlos Fernández no es sobrino de Alberto Fernández. Son grandes amigos, nada más. Ambos
iniciaron su carrera pública durante el gobierno de Raúl Alfonsín, uno (Alberto Angel) como
subdirector general de Asuntos Jurídicos del Ministerio de Economía y el otro (Carlos) como
funcionario de la Tesorería General de la Nación, tal como lo demuestran los archivos de la ANSES
revelados esta semana por Perfil.com. Los dos trabajaron después para Carlos Menem, para Eduardo
Duhalde y, claro, para Néstor Kirchner. Hombres más rápidos para los números que para los espadeos
territoriales, ahora manejarán sin interferencia alguna la gran caja nacional, que viene de récord
en récord.
Tal vez Alberto Angel Fernández decida pensar que esta página es parte del “pacto de
demonización” que tanto lo inquieta. Ojalá no lo haga. La idea era sólo demostrar que la
ambición es más vieja que el apellido Fernández. Y que nadie está inmune.