En su edición del 2 de marzo, el suplemento iEco del diario Clarín publicó una entrevista sumamente interesante a Rosie Hawkins, experta en nuevos hábitos de los consumidores, gerente de la consultora multinacional TNS. Interesante, alude ante todo a la actividad de leer los suplementos económicos de los diarios, los dedicados a temas rurales, a countries, e incluso a turismo. Hay allí una relación directa con la materialidad de la cosas, con las modos de construcción de poder, con los nuevos mecanismos de control social, con la impunidad del dinero y con los discursos que en un futuro inmediato serán hegemónicos, que los vuelve interesantes. En especial para la mirada del excéntrico (en el sentido literal del término), del que no pertenece a ese campo, ni mantiene relaciones sociales, económicas y libidinales con él. Como en muchos otros ámbitos, no hay por qué descartar que sobre esos suplementos confluyan operaciones de prensa, presiones varias, prebendas encubiertas y vergüenzas ajenas, en fin, lo mismo que ocurre en la mayoría de los suplementos culturales, sin ir más lejos. Pero lo que los vuelve interesantes para el análisis cultural es que en los suplementos económicos se dice en voz alta eso que en otras partes se menciona susurrando. Mientras que en las páginas políticas todo empieza o termina en la pelea trivial entre un ministro y un secretario, en las páginas de negocios impera el lenguaje darwinista más brutal: todo es cuestión de generación de riqueza, adaptación al cambio y supervivencia del más fuerte.
Volviendo a Rosie Hawkins, en un momento de la entrevista se le formula una pregunta muy incisiva: “Palabras como ‘experiencia’ y ‘comunidad’ se oyen cada vez más en el discurso de las empresas. ¿Las marcas ocupan el centro que antes pertenecía a instituciones como la familia o la religión?” Es curioso, pero “experiencia” y “comunidad” son también conceptos sobre los que merodea desde hace cierto tiempo la filosofía contemporánea. De Bataille a Blanchot y luego a Nancy, el concepto de comunidad (y la experiencia de ese concepto) ha sido repensado de un modo radical, retomando su dimensión inmanente e instituyente, y a la vez, discutiendo su aspecto religioso y trascendental. Todo tiene un aire a lo que escriben Deleuze y Guattari en el comienzo de Qué es la filosofía: “El marketing tomó la idea de una cierta relación entre el concepto y el acontecimiento. El movimiento general que reemplazó la crítica por la promoción comercial no deja de afectar a la filosofía.” En el capitalismo tardío, la materialidad de las cosas es también discursiva.
Y luego, Hawkins responde: “Es interesante (sic). Hace algunos años se publicó una investigación en el Reino Unido sobre cuánto confiaba la gente en las organizaciones. El primero de la lista era el médico, pero después venían cuatro o cinco marcas mejor situadas que tu gobierno, que el director de tu sucursal bancaria e incluso que tu iglesia”. Es extraño, pero Hawkins no logra ver algo más que evidente: que un gobierno o una iglesia hoy también son marcas. La diferencia que entre un gobierno, una iglesia, un médico y un banco, ya no pasa por su capacidad de convertirse en una marca (pasa por algún otro lugar cada vez más difícil de discernir). Incluso la propia educación tiende a volverse asunto de marcas, productos y estrategias de venta. Alcanza con ver las publicidades de posgrados que inundan los diarios para darse cuenta. Todas ofrecen los nombres propios de los docentes como distintivo de posicionamiento. La obra y la trayectoria de un intelectual; es decir, un cierto tipo de experiencia inmersa en el seno de un cierto tipo de comunidad, se vuelve marca para atraer a nuevos consumidores, en este caso llamados “doctorandos”. ¿Y la literatura en todo esto? No se por qué, pero ahora recuerdo esta hermosa frase de Blanchot: “La literatura marca, pero no deja huella”.