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Soberanía cultural

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| Cedoc

Alejo de los Reyes, el mejor guitarrista que conozco, postea una cita de Elogio de la sombra, de Yunichiro Tanizaki, quien ya en 1933 se preguntaba qué hubiera sucedido si la física y la química, en vez de ser universales, se hubiesen moldeado con los patrones culturales de cada pueblo. “Supongamos que el inventor de la estilográfica hubiera sido un japonés o un chino de otra época. No habría dotado a su punta de una plumilla metálica sino de un pincel. Y lo que habría intentado que bajara del depósito hasta las cerdas del pincel no sería tinta azul sino algún tipo de líquido parecido a la tinta china. Por lo tanto, como los papeles de tipo occidental no sirven para el uso del pincel, (…) se tendría que producir una cantidad industrial de papel análogo al papel japonés, una especie de hanshi mejorado, y si el papel, la tinta china y el pincel hubieran seguido este desarrollo, la pluma metálica y la tinta occidental nunca habrían conocido su auge actual, los partidarios de los caracteres latinos no habrían tenido ningún eco y los ideogramas o los kana habrían gozado de un unánime y poderoso favor. Pero esto no es todo: nuestro pensamiento y nuestra propia literatura no habrían imitado tan servilmente a Occidente y, ¿quién sabe?, probablemente nos habríamos encaminado hacia un mundo nuevo completamente original.” Tanizaki quiso mostrar que la forma de un instrumento insignificante puede tener repercusiones infinitas y encuentro esta idea poco menos que inquietante. Al no saber nada del Lejano Oriente (siempre he preferido dejar que el Japón cuajara como una cantera a la cual iban a parar criaturas fantásticas y atrocidades lingüísticas) me sorprende mucho constatar que ya en 1933 Oriente da por perdida su soberanía cultural, un término cada vez más en boga. De este lado de Greenwich solemos imaginar que el mundo se orientaliza; que el destino del capitalismo extraccionista yanqui sigue el camino de China postcomunista o que la explotación productiva autogestionada tienen al Japón de zanahoria, donde, según el mito, se protesta trabajando horas extra y no con huelgas. Será porque el excedente de mercancía es lo que más afecta al precio de la multinacional y no porque al nipón se le dé por trabajar de más. Como fuere: ellos creen que nosotros ganamos la batalla global, nosotros creemos que fueron ellos y que Suiza es un invento de Heidi dibujado en Japón pero que a su vez este triunfo se narra en inglés globalizado.

“Los propios principios de la física y de la química (…) habrían tenido aspectos muy diferentes a los que hoy en día se nos enseña en lo que respecta, por ejemplo, a la naturaleza y las propiedades de la luz, de la electricidad o del átomo. Y si hubiéramos inventado nosotros el fonógrafo o la radio es probable que hubieran sido concebidos para destacar las cualidades de nuestra voz y de nuestra música (…) caracterizada por cierta contención, por la importancia que concede al ambiente, de manera que grabada, y luego amplificada por los altavoces, pierde la mitad de su encanto. En el arte de la oratoria evitamos los gritos, cultivamos la elipsis y, sobre todo, damos una extrema importancia a las pausa (…). Por haber acogido esos aparatos hemos tenido que desnaturalizar nuestro arte”.

Hoy las grandes y pequeñas plataformas ofrecen películas (como las de Hayao Miyazaki) donde la lógica del bien y el mal explicada a los niños está muy lejos de la moral que conocemos y mucho más cerca –eso sí– de la naturaleza y el paisaje, que no son ni buenos ni malos, sino a lo sumo atroces y espontáneos. Los conflictos de Ponyo, Chihiro, Satsuki no se parecen a los de Pixar. No sólo el desarrollo tecnológico del mundo sería otro si voces japonesas, quechuas o maoríes susurraran lo suyo: habría otros relatos. Estamos a minutos de tener lista sobre la mesa la prepizza cultural globalizada y de darnos cuenta de que extrañaremos mucho las físicas, las químicas y las letras sepultadas bajo una norma que nadie parece haber elegido realmente. Es entropía dura: la cultura tiende también a un masacote gris, frío, estable y muerto. 

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