El lunes 1º de marzo, como es habitual entre nosotros, se inauguró un nuevo período de sesiones ordinarias del Congreso. El 139º. Al majestuoso edificio de entrada imperial llegó la comitiva presidencial en el horario prefijado y el presidente de la Nación fue recibido por la vicepresidenta, anfitriona de la casa.
Caminaron (la vicepresidenta, dos pasos más adelante que el Presidente) hasta el salón donde se exhibe –por única vez en el año– la Constitución Nacional original. Ella, sin barbijo (algo de lo que se habló hasta el cansancio, porque ¿por qué?, ¿qué pretende comunicar?, debe saber que, aun vacunada, puede contagiar y contagiarse). Él, con la lapicera en la mano para rubricar los libros de honor de cada Cámara, en los que estampó su firma bajo la leyenda “Asistiendo a cumplir con lo que la Constitución manda. ¡Viva Argentina!”.
Ya en el recinto, el escenario fue desacostumbrado para el evento, aunque acostumbrado para la pandemia. Legisladores distanciados –es decir, butacas vacías entre uno y otro– y las pantallas que mostraban a quienes asistían a la ceremonia por streaming: todos los miembros de la Corte Suprema, gobernadores en sus provincias (incluido el jefe de Gobierno porteño), la flamante ministra de Salud (que está aislada con covid), el jefe de Gabinete de la Nación, secretarios.
Son muchos los análisis que podrían hacerse: sociales, políticos, semióticos. Se han explicitado, incluso, diversas observaciones sobre la gestualidad –quién no advirtió la mano de la vicepresidenta en el brazo del Presidente cuando este le respondió, fuera de libreto, a un diputado de la oposición–. Quisiera, por mi parte, enfocarme en lo que dijo el Presidente. En las palabras.
Y es que, si me preguntaran cómo resumir el eje del discurso de Alberto Fernández, respondería con una frase que –creo– funcionó como hilo conductor: “La concentración del poder”.
La concentración del poder económico. “Nuestro gobierno cuida y seguirá cuidando la mesa de las familias argentinas. No es posible que como sociedad caigamos una y otra vez en el viejo sistema donde algunos amasan fortunas especulando con los precios y los consumidores retroceden en su capacidad de comprar”.
La concentración del poder territorial. “Un problema estructural de la Argentina que debemos reparar es la falta de federalismo. Una prioridad del gobierno nacional ha sido, desde el inicio de la gestión, gobernar junto a quienes gobiernan nuestras provincias y trazar lineamientos para un federalismo que genere un territorio y un país más igualitarios. Un país central opulento que contrasta con un norte empobrecido y una Patagonia postergada no es definitivamente un país justo”.
La concentración del poder de influencia. “Nuestro país ya conoce lo que es estar endeudado. Conoce lo que nos costó ‘ser parte del Primer Mundo’. Conoce también qué fue el ‘blindaje’ y qué fue el ‘megacanje’. En todos los casos aparecen los mismos actores que se repiten con el correr de los años. En todos los casos, los mismos privilegiados que medran con la crisis. En todos los casos las mismas víctimas, argentinas y argentinos expulsados a la marginalidad de la miseria”.
La concentración del poder sanitario. “Sabemos que hay dificultades en la producción de vacunas. Pero conocemos muy bien las dificultades que atraviesa el mundo por la escasez y por el egoísmo. Lamentablemente, hay una realidad. Hoy el 10% de los países acapara el 90% de las vacunas existentes”.
Lo que no pudo o no quiso rotular Fernández fue la concentración del poder de los amigos que significó el escándalo de las vacunas: se limitó a señalar su propio accionar –correcto– cuando el error ya había sido cometido y a denominarla, simplemente, “transgresión”. Pero él (como todos) sabe que a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Su discurso –propongo– lo expuso a modo de acertijo.
Es cierto. Hay grieta. Hay fisuras. Hay defectos. Hay dolores. Desafortunadamente. Aun así, a quienes hemos vivido la época oscura de la historia reciente en la Argentina, la liturgia de cada 1º de marzo nos resulta una bocanada de aire fresco de vida en democracia. Y ni un discurso esquivo puede arruinarla.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.
Producción: Silvina Márquez