COLUMNISTAS
La lengua argentina

Pandemia y postciencia

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Bolsonaro. | Pablo Temes

En una famosa colección de conferencias publicada en español en 1979 (El lenguaje como semiótica social), el reconocido lingüista británico Michael Halliday sostiene que, en cuanto a su modo de hablar, toda persona manifiesta unos rasgos constantes y otros rasgos recurrentes. Simplificando mucho la cuestión, los rasgos constantes comunican quién es esa persona (de dónde viene, qué edad tiene) y los rasgos recurrentes (esos que están atados a ciertas circunstancias discursivas particulares) comunican qué está haciendo. Los modos de hablar, constantes o recurrentes, responden a lo que la sociolingüística llama “variedades”.

Entre las variedades ligadas a una determinada circunstancia se encuentra la correspondiente al discurso científico. En efecto, el discurso científico presenta características particulares que lo diferencian, por ejemplo, del discurso periodístico. Usa estructuras sintácticas especiales, tiene un estilo distintivo. Y, desde luego, es empleado –en las circunstancias adecuadas– por especialistas que hacen ciencia y trabajan en la academia.

El profesor Alberto Fernández, en su discurso de asunción como presidente de la Nación, dijo que el suyo era un gobierno de científicos –“con” científicos, decía el discurso escrito–. Ni en sus sueños más lejanos –creo– imaginó cuánto intervendrían los científicos al menos en la primera etapa de su gobierno. Y sí: gente de su gabinete y muchos de sus asesores actuales son personas que están acostumbradas a leer textos científicos e, incluso (en varios casos), a producirlos.

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Lo interesante del fenómeno es cómo se ha trasladado el discurso de los especialistas a la calle y a la vida privada (bueno, esto no es nuevo, pero en este preciso instante de la historia se nota mucho). Hoy cualquier ciudadano o ciudadana de a pie, en la Argentina, siente la tentación de hablar de estadísticas comparativas, del número R, de la letalidad de esta peste que nos tiene confinados.

Paradójicamente, altas personalidades políticas o individuos “famosos” que buscan medrar en los medios llevan un discurso lego a la escena pública: o porque sugieren que tomar lavandina cura todos los males (Donald Trump preguntó en público si inyectar desinfectante en una persona enferma no curaría el mal), o porque etiquetan al Covid-19 con el rótulo de “gripezinha” (como lo llamó Jair Bolsonaro). Con el riesgo enorme para la salud de las audiencias que conllevan tales comportamientos irresponsables.

Ahora bien, la pregunta que subyace a estas reflexiones es qué es la ciencia, es decir, la actividad que le da razón de ser al discurso científico. A diferencia de lo que predicó el positivismo más rancio, hoy se suele definir a la ciencia como un conjunto de verdades transitorias. No olvide usted que, hace unos 120 días, la propia Organización Mundial de la Salud nos decía, desde su autoridad científica, que no debíamos usar tapabocas. Ni que, antes de Galileo, la Tierra era el centro del universo. No me refiero a que la realidad sea un relato de época: la realidad es la realidad. Me refiero a que lo que los seres humanos tomamos por realidad científica en cada época depende de esas verdades a las que ha accedido la ciencia hasta ese momento.

Nadie discute a estas alturas que la línea divisoria entre lo público y lo privado ha comenzado a difuminarse. Propongo, como hipótesis, que –de modo semejante– ha comenzado a diluirse –discursivamente, desde luego– la línea que divide lo científico y lo lego. (A lo mejor, todas las divisiones dicotómicas han empezado a fundirse).

Y es que cualquiera en un estrado, en un medio o en la calle, desde el no saber, parece tener autoridad para cuestionar a los especialistas y hablar de temas específicos (que son tratados desde la ciencia con metodologías consensuadas y evidencias) como asuntos de opinión. Tal vez sea, simplemente, que hemos ingresado en la era de la posciencia. Y que, por culpa de la pandemia, no nos habíamos dado cuenta.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.