COLUMNISTAS
La lengua argentina

La pandemia y sus palabras

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Covid-19 . Trajo palabras como “barbijo” y su gemela “tapabocas”. | cedoc

Para ciertas personas, la lengua reducida a su principio esencial es una nomenclatura, es decir, una lista de términos que corresponden a otras tantas cosas… Esta concepción es criticable por muchos conceptos” (Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general).

Tal como propone el maestro ginebrino, resulta simplista imaginar que la lengua es un listado de rótulos para los objetos y los eventos del mundo. Para empezar, porque no todo lo que hay en el mundo son objetos y eventos. Para seguir, porque si incluso existieran los rótulos para los objetos y los eventos, no haría falta que el ejercicio de la traducción requiriese tanta pericia: sería poco más que una práctica de manejo de diccionarios. Y, para terminar, porque hay muchas razones más para mostrarlo, pero el espacio de una columna es exiguo.

En todo caso y en la perspectiva de Saussure, lo que pudiera entenderse es lo contrario: no es la realidad la que le impone sus cortes (en forma de palabras, por ejemplo) a la lengua, sino la lengua la que le impone sus cortes (en forma de ideas, por ejemplo) a la realidad. La lengua nos “ordena” la realidad. Cada palabra que aprendemos nos revela una porción de la realidad.

Puede uno preguntarse, entonces, cómo se distribuyen las ideas en las palabras de una lengua, de qué manera se organiza el pensamiento lingüístico. Entre otras respuestas, pretendo aquí recuperar la que originalmente brindó el lingüista alemán Jost Trier en 1931: por medio de los campos léxicos.

¿A qué se refería? Para Trier, las palabras no están en la mente de quien habla mezcladas caóticamente. Dicho en términos modernos, las palabras se encuentran en la mente asociadas de modo reticular, conectadas a una palabra-nodo que funciona como tópico o nodos ellas mismas y, muchas veces, nodos de un tópico (o varios) y terminación de otro u otros.

La gran mayoría de los constituyentes de un campo léxico son palabras afines en el sentido de emparentadas por su significado y, por eso, tienden a aparecer en un mismo discurso. Si se habla de la edad, puede esperarse que se introduzcan palabras como “años” e, incluso, “joven” o “vejez”. Si se habla de la aviación, “vuelo”, “pilotear” o “aéreo” pueden ocurrir en la charla.

La pandemia trajo muchas novedades. También su propio campo léxico (gracias, Santiago Farrell, por darme esta y tantas ideas). Palabras muy conocidas: “barbijo”, que se circunscribía a los quirófanos, se pavonea ahora por la calle y admite una especie de gemela en “tapabocas”. O menos conocidas: “letalidad”, que hemos aprendido a distinguir de su prima famosa “mortalidad”.

En simultáneo con la lectura de los gráficos estadísticos, hemos aprendido algunas frases. Que si seguimos con un “aplanamiento de la curva” o que si, en cambio, ingresamos en “el pico” y se verifica un “crecimiento exponencial”. Aprendimos a reconocer la distancia conceptual entre los “casos sospechosos” y los “casos confirmados”. Y aprendimos igualmente que hablar de la “inmunidad de rebaño” es augurar que quienes ya tienen los anticuerpos necesarios funcionen como una barrera para impedir al virus atacar a quienes son todavía vulnerables.

Hasta se han inventado neologismos epocales a tono con las pantallas, como los “zoompleaños”, que festejamos virtualmente (¿virtualmente festejamos?), o el nacimiento de los “coronnials”, que celebramos con un video de WhatsApp.

Frente a todas ellas, hay una palabra que todos conocíamos y que es nodo y terminación de diversos campos léxicos. Una palabra que nos impone, en definitiva, comportamientos voluntarios o compelidos. Una palabra que nos resuena en sordina hace ya cuatro meses cada vez que hablamos de la pandemia. Una palabra que organiza todas las otras palabras que estamos usando sobre el asunto.

Esa palabra, “fase”, acompañada de un número, ordena nuestra realidad del momento, nos enseña un escenario más amable o más esquivo. Y define, en fin, nuestra expectativa de cambio y de retorno. O sea, cuándo se puede cortar con el presente e ingresar, por fin, en una “nueva normalidad”.

 

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.