Me gustaría escribir sobre la primavera, ya que estamos ahí nomás y de lo primero que una habla cuando se encuentra con el chofer del remise o con la señora de la limpieza o con la amiga que llama para preguntar si vamos o no a tomar café por ahí, es de los deliciosos calorcitos, del sol, de ojalá dure, de hace falta lluvia. Pero no me animo; a escribir algo sobre la primavera, digo. A ver si me pongo romántica y dulzona. O si lleno la página o la pantalla de adjetivos, cosa peligrosísima. También corro otro riesgo atroz: el de recordar las composiciones que hoy se llaman redacciones sobre el tema, que nos hacían escribir en el colegio, en las que había que hablar sin falta de los pajaritos, de la brisa, del recuerdo del frío y de los días más largos. Y ¡qué horror! puedo caer en la trampa de ponerme greenpeace y largar un discurso sumamente moralizante sobre el calentamiento de la tierra y la culpa que tenemos todos, para terminar en los acuíferos y en que ya no se puede pedir pacú en los restaurantes porque no hay pacúes. Y si me da por lo que no me dio nunca que viene a ser escribir poemas, en una de ésas redacto un versito en el que primavera rima con pradera, brisa con risa, viento con momento y calandria con, con, bueno, vaya a saber una con qué. Me parece que no queda ninguna otra amenaza a la vista a no ser que me dé por la rotación de la Tierra y la sucesión de las estaciones, que, además, traería la envidia (que es un pecado muy feo y mejor disimularlo) que me da cuando acá es invierno y allá arriba en el otro hemisferio es verano, cosa que va a suceder también indefectiblemente como los pajaritos que siempre me hacen acordar a Kurt Vonnegut: twitt-twitt. Por lo tanto, señoras y señores, no voy a escribir sobre la primavera. He dicho.