En Murder Ballads, Nick Cave compone una de sus canciones más largas y perturbadoras. Me refiero a O’Malley’s Bar, ese interminable poema cantado histriónicamente sobre la tramposa monotonía mutante de la línea melódica. Un tipo entra al bar de O’Malley y empieza a matar a todos los parroquianos. Tiene palabras escogidas para cada uno de ellos y un intenso deseo personal guía el arma de uno a otro, sin motivo pero con determinación. Es la pesadilla de la vida en sociedad en catorce minutos y medio.
En la provincia canadiense de Nova Scotia ocurrió la versión real de este poema. Me cuenta los hechos mi amigo Anthony Black, director de teatro en Halifax. Un fabricante de dentaduras postizas pintó su auto de patrulla, se vistió de policía y salió a matar por los pueblos de Portapique, Truro, Enfield, en dirección a la capital. Incendió casas y autos, disparó a paseantes y peatones, cambió de auto y siguió derramando sangre.
Y no hay explicación.
Allí está la clave. La no clave. Como tantas otras situaciones que nos toca vivir, los motivos de Gabriel Wortman no tienen ningún sentido. Es esa falta de lógica la que seguramente permitió que cayeran muchas de sus víctimas. Porque en medio de una cuarentena planetaria nadie espera que un policía te haga salir de casa y te dispare. No hay escala neuronal que logre conectar ambos sucesos. En las doce horas que duró la cacería, las desesperadas autoridades instruían a los habitantes de toda Nova Scotia, ya encerrados por la cuarentena, de no abrir la puerta ni salir de casa. De hecho algunos murieron dentro cuando Wortman les prendió fuego.
Se cree que las víctimas fatales fueron 22. Las no fatales, el resto de los millones de canadienses. El país no concibe un guion así. Es la película de terror que ocurre cíclicamente fronteras abajo, en los Estados Unidos.
No hay sentido así como no hay posibilidad de aprender nada. Los más pesimistas observarán que siempre se puede estar peor. Los pesimistas y también los guionistas, supongo. El paisaje de la pandemia desaloja del cerebro la posibilidad de una masacre con balas y patrullas travestidas y, cuando ocurre, no hay sentido.
A Anthony le tiembla la voz al contármelo. No son sus palabras; es algo entre ellas que desata un mensaje de alerta: no hay nada que aprender. Nick Cave, un fino poeta, lo sabía de algún modo en esa canción perturbadora. Porque también para el que escribe, toda poesía es una advertencia en idioma desconocido.