Los festivales de cine son muy distintos de los de teatro. Es que la “industria”, ese fantasma venerado, temido y repudiado en partes iguales, ronda cada esquina. Entonces algo muy simple como viajar a acompañar una película (porque las películas suelen ser pequeñas huérfanas que necesitan compañía) puede resultar una experiencia curiosa. Se viaja para hacer notas. Casi siempre, con periodistas que no vieron (ni verán) la película.
Así que no sé muy bien a qué fui a Mar del Plata. Tampoco entendí si me estaban invitando o si simplemente invertí mi plata en prensa.
Parece que los festivales de cine (como los feriados puente) están allí para hacer mover unas industrias aledañas: la hotelera, la turística, la política. Los artistas (algunos, supongo) recibimos alojamiento razonable, pero no pasajes, ni comidas, así que damos por supuesto que el interés de dar a conocer el trabajo artístico (o industrial) es compartido, y que los artistas somos socios de los festivales en esa suerte de distribución privilegiada que implica estar elegido. No tengo posición al respecto. No sé si está mal. No sé nada de las industrias o las SRL. En todo caso, nadie acusará al festival de derroche, cuando los propios obreros de esta producción somos socios en su lanzamiento al mercado.
¿Por qué no ocurre así en el teatro? ¿Por qué se supone automáticamente que el teatro es cultura, que debe entrar de manera total en sus presupuestos y que todo gasto ha de ser cubierto por la entidad a cargo? No levantemos la perdiz, que nos conviene a los actores. Pero supongo que es porque el teatro no puede, no sabe, no entiende cómo aliarse con los modales de la industria. También por eso es que el teatro es inmediato: no acusa mediatizaciones estéticas que dependan de conveniencias de socios equis. En cine, puede pasar que un distribuidor o un festival pidan arreglos en la edición, cambios de orden en los títulos o las caripelas en los afiches, voces en off adicionales que expliquen lo que no entenderá “la gente”, etc. Una industria. Pobre, pero industria al fin. Nada de esto ocurre en el teatro, al menos no en el que circula por festivales.
En una pausa de la promoción, me escapo a una playa alejada del Faro. Es privada, o al menos su acceso lo es. Está cerrada fuera de temporada. Pido permiso, y chapeo con la credencial del festival. Surte efecto. La dueña del bar de acceso a la playa me deja pasar muy amablemente. Y me pregunta lo mismo que ya me han preguntado tres veces en el día: ¿está bueno este año el festival? Porque ella parece que hace mucho que no va, y que escucha –sin ir– que no está bueno. Le digo que está buenísimo, y que las películas que pude ver son geniales. Pero ella se lamenta de que no haya figuras. ¿Y Bruno Ganz, y Hal Hartley?, pienso. Claro, puede ser que “la gente” no los conozca. Algo debe estar haciendo mal, esta industria, si no los conoce. Pero no soy quién para descubrir qué será. Espero en todo caso que la solución falaz no sea suponer que estamos mejor sin festivales. No estamos mejor así. Para nada.