Una gran burla se vivió el último domingo, durante las elecciones porteñas, cuando los encuestadores personales les informaban a sus candidatos que Horacio Rodríguez Larreta superaba el 50% de los votos para no volver a competir por el cargo, el Frente para la Victoria desplazaba a Martín Lousteau del segundo lugar y éste, resignado, advertía cierto aire mortuorio que se respiraba a su alrededor. Hasta el periodismo contribuía en confirmar esas tendencias, a pesar de la veda. Pero los números fueron otros, se frustraron los dos presuntos victoriosos y emergió el de la triste sonrisa. Igual, todos festejaron: a campeón moral nadie le va a ganar a un argentino, cualquiera sea su filiación.
Más que acertar o equivocarse en los pronósticos, los encuestadores personales de los políticos han logrado dominar la cabeza de sus candidatos, dirigir su pensamiento, cambiarles el lenguaje, hasta les modifican la personalidad. Es culpa de los que pagan, claro. Son como los posesivos arrancacorazones de Boris Vian. Parece que la infusa demoscopía les otorga el privilegio de convertirse en algo más que consejeros espirituales o psicológicos, son rasputines de diván.
Tanto influyen que, por ejemplo, Mauricio Macri –decepcionado por guarismos no deseados y que el cristinismo no fuera obligado rival de sus “minions” en la Capital–, en lugar de lisonjear y cobijar a Lousteau por compartir su mismo y triunfante propósito opositor, lo descalificó diciendo que el ex ministro de la 125 buscaba otros quince días de fama si pretendía disputar el ballottage que dispusieron la Constitución y los votos. Hay formas para convencer, él eligió la persuasión del magnate: insistir en el relato de su amarillismo étnico, sectario, como el que impuso para no negociar con Massa, con De Narváez, con sus socios radicales (no quiso llevar a Facundo Suárez Lastra en las listas), con la propia Gabriela Michetti (luego de proscribirla de la Ciudad tuvo que indemnizarla con la candidatura vicepresidencial), con peronistas de pelaje diverso que no superaban los discriminadores patovicas de la admisión PRO.
Por si no alcanzaba esa declaración del boquense, se inició una campaña belicosa con figuras que desfiguraban a Lousteau recomendándole la deserción, como si su persistencia electoral favoreciera a Scioli y a sus boys de La Cámpora. Como si nadie hubiera escuchado hasta el hartazgo en la voz de Macri que la derrota del PRO en Santa Fe era una cuestión local, tanto como la competencia porteña, y no afectaba la contienda nacional. Y que si bien han ganado cuatro aspirantes de linaje político diferente en las principales provincias, por último sólo él disputará la final con Scioli. Si es así, ¿para qué el alboroto artificial contra un recién llegado a los comicios que matemáticamente debiera perder el domingo próximo?
Profesionales. Lousteau, a pesar de ser más crítico de CFK que el PRO (hasta por despecho personal de su paso por el Gobierno), hace 48 horas se permitió una evasiva opinión sobre Axel Kicillof, al considerarlo un “profesional”, fundado, autor de un texto sobre Lord Keynes, economista al cual él también reverencia. No se pasa por la London School sin recibir huellas, los Kalecki boys no sólo provienen de Cambridge.
Obvio, Lousteau pide los votos náufragos del FpV, asume que “ganar perdiendo” –frase de cabecera que hasta hace un mes se inscribía en la frente de Macri– no será un mal negocio para un proyecto semipersonal que inició hace dos años casi de la nada. Curiosa y asombrosamente, el ingeniero se pasó a las líneas menos contemplativas que antes manifestaba Lousteau, dejó su bonhomía con la Casa Rosada, que algunos malvadamente atribuían a presiones insostenibles, a oportunidades de su primer amigo (Nicolás Caputo) en materia de licitaciones y vínculos con Julio De Vido, a finales felices para asignaturas pendientes en materia judicial y también impositivas.
Cualquiera fuese la razón, lo cierto es que manifestaba un cuidado y respeto singulares por Cristina (como se sabe, en la interna oficialista se acepta que algunos críticos puedan embadurnar al que se les ocurra de la Administración, nunca a Ella, menos a Máximo, como también antes debía evitarse referirse a Néstor), tanto que los analistas afirmaban que Macri no quería ganar y otros, más elaborados, sostenían que era la Presidenta quien deseaba que su continuidad fuera Macri y no uno de sus seguidores tan afectos a la traición conveniente. Abundaron los comentarios y las especulaciones al respecto, hasta los más mentados exprimieron sus sesos intentando traducir a los dos protagonistas. Pero algo cambió, sin explicaciones y, menos, información.
Aún nadie ha barruntado las causas por las cuales Ella, repentinamente, eligió como delfín a Scioli cuando no era su intención y Macri, casi al mismo tiempo, ha empezado a endurecer un cuestionamiento al Gobierno como antes no propiciaba, anunciando en off medidas que estimulan ciertos círculos, de implacables investigaciones sobre la corrupción oficial a pesquisas determinantes sobre la gigantesca fortuna que han desarrollado ciertos amigos del poder sureño.
Es un cambio en las dos partes, como si se hubieran puesto de acuerdo en el desacuerdo, justo cuando alguien susurró que Cristina, comiendo pizza y viendo televisión al estilo Menem, un domingo con algunos amigos de La Plata, se indignó al escuchar que Macri confirmaba su pacto con Elisa Carrió. Fue escucharlo y estallar, como si ése hubiera sido un límite a no soportar, como si hubiera sido una deslealtad no prevista, a pesar de que el coqueteo entre el ingeniero y la diputada denunciante reconoce muchos meses de historia. Críptica, claro.
A las pocas horas de esa declaración de Macri, Cristina decidió honrar a Scioli con su sucesión, con profundo y observable disgusto, como si no hubiera alcanzado la exitosa operación de pinzas que objetivamente habían compartido Ella y Mauricio contra Massa. Curiosidades tal vez de la vida política, coincidencias sin sustento, o tramas secretas de personajes sofisticados que son más comunes que las de una cajera de supermercado.