“Me quedé con la boca abierta”, dice alguien, e inmediatamente una se representa a ese alguien con la mandíbula inferior colgando de sus bisagras y los labios formando una “O” mayúscula que rodea la cueva de la boca: “Oooohhh”. El antedicho alguien debe haber recibido una sorpresa o un susto no menos mayúsculo que la O, y la representación del cuadro tiene algo de historieta o de cine mudo cómico. La costumbre de meterse en el maravilloso mundo de los diccionarios que tiene una, la lleva a mirar en uno de los más respetables y provectos lo que se dice de la palabra mandíbula. Y ahí viene el momento en el que a una se le cae la mandíbula inferior: “¡Oooohhh!”. El Covarrubias no tiene semejante palabra en su inventario. Rastreando y buscando una descubre que tiene otras para decir lo mismo, y termina en majilla que viene de maxilla, y va a maxilar y etcétera. María Moliner sí la tiene. Corominas, nada. Y así. Y como efectos secundarios una se entera de que el hueso con el que Sansón mató a los filisteos era una mandíbula de burro, y de que todos los animales mueven la mandíbula inferior menos el cocodrilo que te convierte en bocado para su mesa de agua y barro con sólo mover la de arriba. ¿Todo esto a qué viene? Viene a que una abre el diario a la mañana y el café se le cae por la “O” mayúscula y entonces una dice: “Pero para qué leo los diarios” y se contesta que es por esa maldita manía de querer informarse de lo que pasa en el mundo que viene a ser todo lo que no es en ese momento la mesa del desayuno y una agarra una tostada y mueve las mandíbulas, las dos. Que un crío de trece años se convierta en padre, si es que el ADN lo certifica, porque con esa otra manía, la de considerar siempre pero siempre que es la mujer la culpable de todo, ya se empezó con eso de que la chica era promiscua, en fin; y si lo era ¿qué? No tiene más que quince años pero ya se debe haber divertido bastante. Bueno, para empezar de nuevo: que un crío de trece años se convierta en padre es por lo menos asombroso. Tendría que estar jugando a las figuritas o en la compu a su equivalente electrónico. Desobedeció y, ahora, tenemos a esa pobre cría recién nacida a la que criarán sus abuelos que podrían ser sus padres mientras que su padre podría ser su hermano. No me quita el sueño la guita: “Mi papá me da de vez en cuando diez libras”. Alguien se va a ocupar de los pañales descartables, el cochecito, la mamadera, los escarpines y demás. Pero cuando vaya creciendo, ¿a quién le va a decir papá? (si el ADN prueba, etc.). Digo, ¿qué clase de familia va a tener? Ya sé: los ejemplos de familias no del todo normales abundan y casi no hay necesidad de abrir el diario junto a la taza de café: con mirar alrededor basta. Pero me quita el sueño la recién nacida. Me tranquilizo diciendo “pero caramba, en los albores de la humanidad, los homínidos y los Homo sapiens o lo que fueran, procreaban a edades que hoy consideramos apenas salidas del pañal y el chupete. Porque vivían muy poco, porque muy pronto estaban maduros para poner otro ejemplar en el mundo y si no hubiera sido así la especie se hubiera extinguido como nuestro hermano perdido el Neanderthal, de modo que a qué escandalizarse”. No, no me escandalizo. Me da un poco de dolor, como si me hubieran restregado la conciencia con piedra pómez, como si esa mocosa me reclamara algo, como si alguien o algo me hubiera probado que en los años que viví me fui dejando cosas importantes en el camino. Probablemente, lo que me esté pasando sea que a través de la manía de informarme, me llega, otra vez, la gran pregunta de qué estamos haciendo con el mundo. Ahí, de esos padres-niños nace una criatura que ya ha empezado con mal pie a vivir en ese mundo, y yo no puedo hacer nada por ella.