Solo muy cada tanto me desvelo. Anoche, a las 4 de la mañana, me desperté incomodado por ciertos restos diurnos, y ya no pude dormirme.
Prendí el televisor en el instante justo en que empezaba una “comedia romántica” protagonizada por Anne Hathaway en el papel de una enferma de Parkinson en fase 1. Su contrafigura es un visitador médico de la empresa Pfizer en los años en que se lanza el Viagra, que llevó a la farmacéutica a una ganancia neta de US$ 21,308 millones en 2018, antes de que se venciera la patente del vasodilatador y empezaran a aparecer genéricos a troche y moche.
Con semejante balance, no sorprende que Pfizer gaste cientos de millones de dólares anuales en promoción y honorarios jurídicos. Amor y otras adicciones (2010) no escatima detalles sobre el arte que ejercen los visitadores para convencer o engañar a los médicos, presentados como víctimas de la máquina farmacológica: congresos-orgía pagos en diferentes paraísos del mundo, cuando no directamente sobres con miles de dólares para que receten la propia droga y no la de la competencia (en la película, Pfizer compite con Lilly por la hegemonía en el campo de los odiosos antidepresivos: Zoloft vs. Prozac).
Ahora, el departamento publicitario de Pfizer ha impuesto las ideas de que su vacuna es maná caído del cielo y de que solo los tratos con otras compañías son sospechosos de corrupción.
No estaría mal que quienes participan del decadente universo periodístico argentino vieran esa película que pone en evidencia su ignorancia y su mala fe, antes que nada. Gracias a la manía bien paga de la prensa, tememos a los trombos de AstraZeneca (cuya segunda dosis ya fue prohibida en dos países) porque nadie informa sobre las miocarditis que provocaría la vacuna de Pfizer.
Odiar la propaganda fascista no implica venderse a la propaganda capitalista. En tren de adherir imaginariamente a una vacuna elijamos el “¡Soy Moderna!”.