Es una suerte que mi amiga la doctora (Ph.D.) no lea diarios (Facebook es su única fuente) porque, si lo hiciera, me reclamaría porcentajes sobre las columnas que le debo.
Nuestro último intercambio tuvo como objeto a Uber. Me inscribí en la aplicación y envié a mis amigos el código promocional para que se ahorraran cien pesos por viaje.
La doctora contestó: “¡Pobres tacheros! ¡Solidaridad!”, circunstancia que mi amigo el poeta aprovechó para hacer propaganda trosca: “Es terrible pensar que justamente un sector que estuvo tan arriba haciendo publicidad al fascismo de derecha más recalcitrante termine pagando los platos rotos del ajuste y la modernización social de este auspicioso presente por el que ellos trabajaron tanto. ¡Solidaridad ya!”
La doctora, adherida a una era geológica ya superada, replicó: “¡Ahora serán otro gremio antimacrista! Yo los infiltro en cada viaje”.
Me sentí un poco responsable de haber abierto la puerta de semejante pista de patinaje y le recordé que el Gobierno de la Ciudad y, sobre todo, el gobierno nacional se habían expedido terminantemente contra Uber, lo que había redundado en la caducidad de su bono de bienvenida (y también del mío), porque la empresa se lanzó a la conquista salvaje de un territorio nuevo y ofreció viajes gratis. De todos modos, no hubo forma de conseguir un móvil durante todo el fin de semana pasado.
Como habíamos quedado en comer con nuestro amigo el abogado en un lugar relativamente cerca, y donde no abundan los estacionamientos, y llovía, decidimos llamar un taxímetro. El conductor, ignorante de nuestros intercambios, sin embargo corroboró todos nuestros juicios previos (que no son prejuicios).
Reclamo, pues, que el servicio Uber se reglamente a la brevedad y que los conductores de taxis se incorporen (con la amabilidad requerida) a ese servicio y a los que vendrán: Uberbus, Ubereats. Más tarde o más temprano, la doctora cederá.