COLUMNISTAS
LO EROTICO Y LO PROHIBIDO

Sueño de una noche de verano

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Llama la atención que en nuestras playas todas las mujeres cubran sus pechos. No es natural que eso suceda. Quiero decir que no es cultural. Los valores han cambiado. Las pruebas están a la vista. Las tetas, no. No tienen por qué estar encapuchadas. El hecho de que todas las tetas femeninas estén ocultas ya es un anacronismo. Hace décadas que en las playas europeas están libres. En los países del norte, cada mujer puede descubrirlas o no. No hace falta ir a una playa nudista para ventilarlas o tostarlas. Me sorprendió el hecho. Vivimos tiempos en que la legislación argentina se ha puesto al día con la igualdad de sexos. Existe el matrimonio igualitario. Las parejas de homosexuales pueden adoptar niños. Es decir que son familia. Todo el mundo circula por el derecho universal. Gays y straights comparten un mismo mundo. Los cuerpos y su sexualidad han superado las barreras de la culpa y el pecado. Las mujeres gobiernan. Y, sin embargo, es un laberinto informativo para el ciudadano o ciudadana común saber cuáles son las reglamentaciones existentes respecto de la exposición mamaria. Por eso el ocultamiento de los pechos de la mujer puede dar lugar en este verano caliente a un momento de reflexión, aunque sea a la sombra. No veo que al feminismo le importe mucho el tema. En Ucrania las mujeres muestran sus pechos para llamar la atención sobre un reclamo político. Pero la intervención poco tiene que ver con el placer y la libertad. Por el contrario, apoyan su protesta sobre el tabú existente. Me propuse hacer una encuesta sobre el tema. Consulté en especial a un público femenino. En general, existe una tendencia a favor de la “desestetización” de la mujer. Entendiendo por esto una privatización del busto. No permitir la intervención del Estado. Pero, además, modificar su régimen erótico. Quedó claro que este fenómeno no se circunscribe a nuestro país. La cobertura de las tetas es una realidad latinoamericana. En los foros que organicé sobre el tema, expresé mi desconcierto por el hecho de que en las playas brasileñas tampoco exista el topless ya que se trata de una cultura sensual y corporal. Se me dijo, un poco a las apuradas, que en este caso se debe tomar en cuenta la discriminación racial. Un blanco dice: “No voy a dejar que este negro mire a mi mujer”. Pero ni las negras andan con las lolas al aire, por lo que podemos imaginar el pensamiento correspondiente: “No voy a dejar que este gusano rosado mire a mi negra”. En medio de la discusión, pedí al público que dejáramos de lado la variable racista que sólo confunde y no nos permite avanzar en la cuestión. Me atreví un día a afirmar que en mi caso personal estaba a favor del corpiño playero. Soy un fan de los escotes y en especial de lo que en inglés se llama cleavage. Hasta tal punto es así, que se puede leer en mi libro Pensamiento rápido una extensa nota que escribí sobre el escándalo que provocó una película –The outlaw– del multimillonario Howard Hughes. El film, pésimamente realizado, se destacó por la presencia de la joven actriz Jane Russell, que exhibía unas lolas impresionantes contenidas en una ajustada blusa. Hasta ahí, no había problemas. Pero la crisis se desata por el cleavage que se veía en la gran pantalla, el pliegue mágico en el que las dos tetas se aprietan una contra la otra, ahí, con piel tersa, carne desnuda, sin pelusa. La comisión de censura de los EE.UU –rigurosa en aquellos años– prohíbe la película, y Hughes inicia una epopeya para demostrar que el cleavage se ajustaba a la normativa norteamericana. Contrata a un ingeniero y, en la primera cita frente a la comisión, despliegan una regla y miden el centimetraje que va desde la aparición de la lomada con la que se inician los senos hasta la apertura del escote. Gracias a esta prueba de geometría espacial aún podemos disfrutar de la bella Jane y el push up de sus dignidades superiores.

Ante el poco efecto de mi preferencia por la sensualidad del escote, me puse filosófico y busqué razones en la bibliografía dedicada al erotismo. Gracias a George Bataille, Pierre Klossowski y otros penitentes surrealistas, sabemos que el erotismo es indisociable de alguna forma de ocultamiento. Lo erótico se conjuga con la culpa, el pecado y lo prohibido. No hay erotismo sin transgresión. No es lo mismo una teta que un codo. Cuando dije eso se armó en la platea una especie de batahola. Me acusaron de pornógrafo. Me había dado cuenta de que no era la puntuación en los codos lo que actuaba a mi disfavor. Podía haber dicho tobillos, o cuello; por suerte no lo dije. Las protestas derivaron en un elogio de cada centímetro de la realidad corporal. Nada faltó en el listado. Por supuesto que se habló de zonas erógenas. Hasta hubo alguien que reclamó una investidura erótica para el hipotálamo, por su literalidad griega que nos habla de lo que está debajo de una cámara nupcial. Intenté explicitar mi posición. Les dije que me parecía que la cultura posmoderna iba en dirección de la exaltación del desnudo. Que todo lo que desviste rinde más en el mercado. Consideraba que de seguir esa pendiente, el día de mañana todos estaremos acostumbrados al cuerpo del otro. Y que eso era la muerte del deseo. ¡Cavernícola! es lo más dulce que escuché. Me retrucaron que yo era un pobre macho moldeado en la fábrica de artículos pornográficos. La teta no es una cosa en sí, sentenciaron, para que no me olvidara del filósofo de Könisberg a quien tanto admiro. Fui instruido por mis interlocutoras en que el erotismo está en la mirada, en el movimiento de las caderas, en los usos del cuerpo, en la inteligencia. Faltaba que dijeran en el alma. Me parece que de ser así, ya no quedan dudas de que Platón era una mujer. Acepto la magia de la voz, del gesto, de la belleza de las manos, del modo de caminar. Pero fui catalogado como hijo del culo. Un producto de la tinellización. La teta escondida y el culo al aire. La era de la cola less. De la fita xeirosa, como le dicen con cierto humor los brasileños a la malla que sólo muestra en su parte posterior una tira “olorosa” entre los cachetes. Me acusaron de pertenecer a una cultura que hace del mandril un animal totémico.

Los adeptos a las playas “familiares” dicen que de estimularse el top less todos terminaremos como animales. A lo sumo, insisten, llegaremos a cubrirnos con hojas. Conocemos las bases epistemológicas del argumento. Consiste en la regresión al infinito. Se comienza por arriba, se sigue por abajo, y se termina en el canibalismo. No es una buena réplica aducir que así vivían en el paraíso. Una vez que se evoca la razón mitológica se cae en el abismo. Para los puritanos, el desastre comenzó con la desaparición del gorro de baño. En medio de este debate, una mujer, joven, de unos treinta años, rubia, ante el estupor de la mayoría, dijo que estaba a favor del corpiño en la playa. Le preguntaron en qué basaba su inesperada preferencia. Sus palabras textuales fueron: “No es fácil no usar corpiño, los tipos son muy asquerosos”. Fue conminada a defenderse o ignorar las groserías hasta que la vista de los pechos se constituyera en un fenómeno cotidiano. Mientras esto sucedía pensaba si no era verdad que mi concepción del erotismo no es retrógrada. Reaccionaria. Fruto de una cultura perversa centrada en la confrontación de falos competitivos, en pos de la posesión de la esposa del Padre. John Cassavetes, en su película Torrentes de amor, decía que toda mujer tiene un secreto. Creer que ese secreto está localizado en un órgano nutritivo y que, de ser expuesto, se acaba el encanto y el deseo, es propio de un fetichismo algo sospechoso. El debate sigue.

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*Filósofo(www.tomasabraham.com.ar).