Soy tan anticuado y demodé, que creo que ya no tengo retorno. El mundo moderno me es ajeno: me gustan Kiss, Godard y los libros de César Aira, todas cosas muy viejas, pasadas de moda. Como parte de ese gusto retardado –en el sentido temporal, por supuesto– todavía pienso, con leve gesto aristocrático, que en los suplementos culturales se debe escribir mejor que en el resto de las secciones de los diarios. Pero la realidad me desmiente fin de semana a fin de semana. No importa, persevero, y sigo leyendo los suplementos (todos o casi todos: los nacionales, pero también Babelia de El País de Madrid y el suplemento de El País de Montevideo, La revista de libros de El Mercurio de Chile e Ilusstrísima de Folha de São Paulo, y por supuesto Le Monde des Livres, el suplemento de libros de Libération, y algunas revistas que valen como suplementos ampliados, como el TLS inglés, o Letras Libres de México. El New York Times of Books lo dejé de leer hace poco, cuando se cumplieron cinco años sin encontrar un artículo interesante).
Entonces, cuando algo aparece, cuando algo se encuentra, me alegro de tal modo que quiero compartirlo, en este caso con ustedes, mis improbables lectores. De hecho, no es la primera vez que lo hago (recuerdo haber escrito hace cierto tiempo sobre un artículo de Elif Batuman sobre Kafka, publicado en Ñ) pero si me repito es sólo en nombre de mi alegría, aunque sea gracias a una frase.
Porque la frase en cuestión la encontré el sábado 1º de marzo, en una breve nota de Enrique Lynch sobre un libro de Jacques Bouveresse publicada en Babelia: “Como muchos de los llamados ‘filósofos del lenguaje’, Bouveresse hace lo posible por saltárselo”. Cargada de ironía, como un viento de inteligencia en cámara rápida, la frase de Lynch define certeramente la prosa de Bouveresse y de tantos otros que trabajan en la línea de la filosofía del lenguaje. Cualquiera que haya frecuentado esa tradición (aunque sea lateralmente y por pretéritas obligaciones universitarias, como es mi caso) comprobará la veracidad de la frase de Lynch.
La filosofía del lenguaje fracasa, precisamente, por no entender el lenguaje, la dimensión política del lenguaje, el aspecto histórico, el momento poético, la irreparable polisemia de la lengua, sometida siempre a la búsqueda reductora de la burocracia analítica. Y así, luego del encuentro con esa frase precisa y brillante, al día siguiente, el domingo 2, encontré no ya una frase, sino un artículo completo brillante y, me animaría a decir, perfecto. Escrito por Alan Pauls, llamado Vueltas en la cama, publicado en Radar, debe ser leído, según propone el autor, “como dicho por alguien que se despierta en mitad de la noche y rumia”. A medio camino entre el cuaderno de notas, el ensayo breve y la intervención cultural (tiendo a pensar que todos los artículos periodísticos de Pauls funcionan en esos tres registros a la vez), se despliega sobre el affaire Woody Allen, sobre la relación entre fotogenia y poder en Kicillof, sobre la última película de Spike Jones y sobre el uso de la palabra “nazi” en la actualidad. Si yo glosara esos cuatro fragmentos –escritos con una innegable mirada barthesiana– estaría condenado al fiasco. No se puede glosar un estilo. Si tienen internet, búsquenlo. Y si no, créanme, no los voy a defraudar.