E l 17 de octubre, Ricardo Lorenzetti comía su almuerzo en la cafetería de La Tienda Inglesa, en Punta del Este. Ese día y a esa hora, el presidente de la Corte Suprema de Justicia ya tenía la decisión tomada. Desempataría a favor del Gobierno. Cuando lo saludé horas antes, en el traqueteante ómnibus que nos llevaba al avión de Aerolíneas Argentinas en el Aeroparque, le pregunté si el fallo por la ley de medios saldría antes ó después de las elecciones del 27. “Después”, me contestó sin hesitar; “si lo divulgamos antes, será inexorablemente usado por el vencedor, sea quien sea el favorecido”. Había un ganador. Lorenzetti ya lo sabía.
Él no es invisible, ni siquiera en Punta del Este. El Gobierno sería recompensado. La gratificación oficial, en la peculiar lectura de Lorenzetti, sería una manera de atenuar la ostensible declinación presidencial. Lorenzetti ve a la Corte como “factor de estabilidad” institucionalidad. Considera que el tribunal debe operar sobre la coyuntura política con fallos que preserven la gobernabilidad. El problema con Lorenzetti y con los otros tres jueces que votaron a favor del Gobierno es que “los fierros” (el fallo contra Clarín) son tangibles y fehacientes. Eso era la baqueteada ley de medios. No fue ideada para diluir a los Vila-Manzano, Moneta o Szpolski-Garfunkel. El objetivo era jibarizar a Clarín hasta quitarle economía de escala. Nada más.
Las 400 páginas del fallo a favor del Gobierno revelan la ¿ingenuidad? e intencionalidad de la decisión. Lorenzetti se ha querido defender, alegando que el fallo estipula rotundamente lo que no puede, ni debe, hacer el grupo gobernante, ahora que la ley ha sido sacralizada por la Corte. La ¿ingenuidad? proviene de pensamientos casi infantiles, esa certeza de que la Corte habría sido ahora equidistante, porque le dio al gobierno lo que lo obsesionó durante no menos de cinco años, pero también le marcó la cancha, al pedirle (retóricamente) que sea plural, neutral y puntilloso.
No puede Lorenzetti creer que sea creíble tamaño candor. ¿Pueden los jueces que favorecieron al Gobierno ignorar la vida real, con el manejo de la colosal “pauta” de propaganda regiminosa con que alimenta a la vasta red oligopólica de radios, estaciones de TV y diarios oficiales las 24 horas, los siete días de la semana? ¿Quiénes detentan hoy las licencias de cuatro de los cinco canales de TV de aire teóricamente privados que emiten a todo el país? ¿Quiénes fueron favorecidos con licencias de medios audiovisuales desde que se promulgó la ley? Cuando la Corte dice que deben existir “políticas públicas transparentes en materia de publicidad oficial”, ¿cree, en serio, que existen? No hay ninguna transparencia en la propaganda oficial. Como dijo ADEPA, “en los últimos años ésta fue objeto de un uso brutalmente arbitrario y discrecional, que no reconoce parangón desde la recuperación de la democracia en nuestro país”.
Se llena la boca la Corte con la función de garante de la libertad de expresión que le asigna al Estado, pero es explícitamente culpable de obviar que tal misión es obliterada por los subsidios, el reparto discrecional del gigantesco presupuesto oficial, y muchas otras prebendas que engrasan la poderosa maquinaria de agitación mediática montada por el Gobierno. Lorenzetti y los jueces en quienes se apoyó para darle la victoria al Gobierno, defienden retóricamente la misión del Estado como árbitro social de la equidad, pero eso no existe hoy, y nunca este gobierno quiso asumirla.
Las “advertencias” de la Corte no son serias: todo lo que fulmina en abstracto, ya se hizo realidad. ¿Ley de medios para la diversidad? Escuchen Radio Nacional, vean Canal 7, lean los cables de Télam, ojeen (si aguantan) el Tiempo Pravda Argentino o el taciturno Página/12. Para la Corte, «si los medios públicos, en lugar de dar voz y satisfacer las necesidades de información de todos los sectores de la sociedad, se convierten en espacios al servicio de los intereses gubernamentales», se estaría desvirtuando la función de garante de la libertad de expresión que le corresponde al Estado. Ese “si” condicional insertado en su fallo por la mayoría oficial de la Corte es una ofensa irrespetuosa, un ataque a la inteligencia. La Corte sabe que su llamamiento teórico es vacío, una mera patraña. Lorenzetti, que no es invisible, ha jugado para el Gobierno y le ha dado lo que le exigieron.
Integrante de la Corte Suprema de Justicia, de la que era presidente, el Dr. Alfredo Orgaz renunció en 1958 por “el manifiesto empobrecimiento de la administración de Justicia (…), consecuencia inmediata de haberse dado prevalescencia a los intereses y a la estrategia de partido sobre los verdaderos intereses de la Justicia y de la Nación. He esperado todos estos días el acto salvador del Gobierno que restableciera las jerarquías maltrechas, y en esa espera he demorado una actitud que desde el comienzo tenía bosquejada. Una justicia de tal modo disminuida y desmembrada no es la que yo anhelaba presidir o integrar.”
Por el apetito con que consumía su almuerzo ese día en Punta del Este, no lo vi a Lorenzetti afectado de “cansancio moral”, ni -mucho menos- que soñara con renunciar. No es invisible, ahora menos que nunca. Es agraviante defender en abstracto una pluralidad en la que el grupo gobernante no creyó, no cree, ni creerá. La Casa Rosada edificó una cadena multimediática destinada a que la sociedad solo acceda al punto de vista gubernamental. Ése es el fallo del supremo Lorenzetti.