Todos estaban listos en River para enfrentar a Rosario Central, el pasado 6 de febrero. Todos, menos uno: Ariel Ortega. El técnico Leonardo Astrada miró a su ayudante, Hernán Díaz, y le hizo una seña con los ojos y los brazos abiertos: “Hicimos todo lo posible”.
Ortega llegó al rato, pero demasiado tarde y en un estado no recomendable para un deportista de elite. Astrada y Díaz decidieron excluirlo y sentar un precedente de disciplina ante todo el plantel. El presidente Daniel Passarella llamó al entrenador y charlaron un rato no demasiado extenso. La cuestión estaba clara: Ortega no jugaría más hasta que no iniciara un tratamiento para combatir su adicción al alcohol. Passarella fue más allá: “Si llegás a junio en pleno tratamiento, te renuevo el contrato aunque no estés jugando. Si no lo hacés, tampoco vas a jugar y, seguramente, en junio te irás. Depende de vos”. Con dos de los tres protagonistas que se involucraron en el asunto, Ortega tiene una relación casi familiar: está casado con una mujer que le presentó Hernán Díaz, con quien era compinche, aunque ahora el principio de autoridad los alejó un poco.
Lo de Passarella es más profundo. Una mañana de 1991 en Villa Martelli, cuando era DT, lo puso en el equipo suplente de River. Ariel tenía 17 años. Con sus gambetas, enloqueció a los defensores de la Primera de entonces, a tal punto que Jorge Higuaín lo levantó por el aire de un patadón, cuando Ariel le metió un par de caños. Fue Passarella quien lo puso en Primera ese año, el que lo llevó a la Selección y al Mundial de 1998 y el destinatario del que, hasta ahora, fue el único pedido de ayuda para curar su enfermedad. Además, es el padrino de uno de los hijos de Burrito y a quien recurre la familia del jujeño cuando la cosa se pone muy difícil.
Aquella llegada tarde y, sobre todo, la condición en la que se presentó lo dejaron fuera del partido contra Central. En el club ya se rumoreaba que Ortega no jugaría más, pero nadie lo creyó. River empató en un partido en el que la gente se entretuvo insultando a los jugadores, con Barrado y Abelairas como centro. La ausencia de Ortega pasó desapercibida. Era lógico. Su reemplazante fue Keko Villalva, quien en dupla con Funes Mori había destruido a Boca y a Basile en el verano, pero que contra los Canallas anduvieron flojito. Los excesos de Ariel se pagaban en la cancha. Un jugador con las condiciones del Burrito, en este fútbol devaluado, debería ser un jeroglífico para cualquiera que intente anularlo. Hace tiempo, sin embargo, a Ortega lo mortificaba cualquier marcador rival en buen estado físico. Pero ahora, sus reflejos y su juego no estaban acordes con lo que conocemos de él. Lo que sabemos de él es que debe estar entre los primeros tres mejores jugadores de los últimos veinte años, sin dudas.
Este Ortega no es el “normal”. Este Ortega es un jugador que no hace diferencia y que está desorientado, sin contención, que no sabe cómo seguir. Dice que el fútbol lo aleja de su enfermedad, que lo superará en una cancha, y él sabe que eso es falso.
El problema es que la desesperación por ganar está tapando todo. A partir de la derrota con Independiente, los hinchas empezaron a pedir a Ortega. Ya no les importa nada, sólo que River gane y engorde su promedio raquítico de la próxima temporada. Ni siquiera les importa la salud de Ariel ni el estado de destrucción en el que las nuevas autoridades encontraron el club el 5 de diciembre, cuando sucedieron a la gestión Aguilar-Israel, la peor de la historia. River tiene que ganar. Si Ortega se cura o no, que se arreglen la familia, Passarella y Astrada.
Astrada estuvo a punto de pisar el palito esta semana. Puso a Ortega como titular en el entrenamiento del jueves en reemplazo de Mauro Díaz, lo que hizo especular que tendría una chance de ir al menos al banco mañana contra Lanús.
Pero Astrada volvió a no convocarlo ayer. Seguramente, será cuestionado duramente si pierde. Hizo bien. Si llega a poner a Ortega ahora, su autoridad ante el grupo se derretirá como una vela ardiendo. Ariel tuvo como siete u ocho llegadas tarde y ausencias reiteradas, después de que el técnico lo sacó del equipo. No es que haya cumplido a rajatabla y merece estar. No hizo lo que tenía que hacer, que era un tratamiento, y no cumplió con todos los entrenamientos del equipo profesional
Es un momento difícil. A los hinchas no les importa ya si Ortega está vivo o muerto con tal de que River gane. Lo quieren en la cancha. Y le tiran el fardo a Astrada, que es quien lidia a diario con esta situación.
¿Por qué suponen que este Ortega –indisciplinado y lejos del gran nivel que sabemos que tiene– puede salvarlos? ¿No será que llegó el momento de las grandes definiciones? Dicen que River igual perdería con Ortega en la cancha. Y es posible. Pero el técnico, el presidente y los jugadores del club tienen que poner la cara todos los domingos. Ortega no lo hace. Se nutre del cariño incondicional que cosechó hace tiempo, pero sus demonios lo hicieron prescindible.
Ojalá se recupere, pero no lo hará jugando como si nada. Será con un tratamiento serio y el remedio justo. Sólo eso lo devolverá primero a la vida y después a una cancha. Si lo ponen antes de tiempo, entonces deberá irse el DT.
Pero ahora, la situación no admite más grises.