Estoy en Chile, donde se hacen oír las repercusiones de la marcha de mujeres. Espero que haya sido de mujeres y que los varones hagamos esta vez silencio. No nos toca hablar por ellas, nos toca escuchar. No hay mejor manera de acompañar a nuestras mujeres que dándoles por entero la palabra.
Mientras esto pasa en Buenos Aires, una amiga chilena me cuenta una historia escabrosa, pero como ella tiene un humor sobresaliente, la anécdota delictiva es bastante irresistible. Dice que subió a un taxi aquí en Santiago y el señor que manejaba comenzó a darle la lata. Que la seguridad, que los robos, que qué sé yo. Aunque ésta se ufana de ser una ciudad segura, los temas de los taxistas han probado ser universales, como el accidente cerebrovascular. No sé qué le habrá contestado ella para anudar un promisorio lazo de confianza, pero evidentemente el taxista la sintió parte amiga, confidente, y le mostró un discretísimo botón disimulado al lado de la radio. “¿Ve este botón?”, le dijo. “Si lo aprieto, a usted le da una descarga de mil voltios que la deja inconsciente un rato largo. El otro día me quisieron robar y freí al ladrón sin aclararle nada. Cuando lo fui a entregar en la comisaría, todavía inconsciente, me pidieron que lo tirara en otro lado, que así no me lo podían recibir sin meterme a mí en problemas.” Mi amiga cuenta que fingió naturalidad ante el relato sólo para escapar con elegancia del psicópata y luego le dijo que la dejara ahí nomás, cruzando Providencia.
Lo más curioso es que el sistema no es producto de la mente solitaria y creativa del taxista. Incluso le dio a mi amiga la dirección donde se instala el equipo de autodefensa. No es en una Warnes trasandina sepulcral o en un desarmadero conurbano, sino en una elegante vía comercial. Y se puede pagar en cuotas divertidas. El mecanismo no es individual, es social. Imagino que no tardará nada en llegar a la Argentina.
¿Cómo hubiera sido la conversación si mi amiga no hubiera sido mujer e inofensiva?