Estaba lloviendo y tomé un taxi. No bien entré al auto, noté que el conductor me miró resignado porque le estaba mojando los asientos. Empezó a hablar de inmediato. Es un buen recurso estilístico empezar un poema con una frase que te meta de cabeza en él. Como el poema de Aulicino que forma parte de su libro Paisaje con autor, que empieza así. “Lo digo ahora que pasó el verano”. “Meter en un auto naftero un tanque de gasoil no es bueno. La gente cree que ahorra, pero el auto no se acostumbra a tener un cuerpo extraño. Se joden las bujías. Yo ahora las tengo que cambiar. Es como cuando metés en un cuerpo un órgano implantado. ¿Se entiende?”.
Recuerdo que fui con un psicólogo junguiano que me salvo la vida y que cada vez que me aconsejaba algo me decía “¿Se entiende?” o “¿Me seguís?” El conductor, un hombre de más de cincuenta años –un contemporáneo estricto– conservaba un pelo enrulado, oscuro, pero canoso hacia las puntas. Parecía tener el pelo húmedo y exhalar cierto vapor por la cabeza. Tal vez por usar en demasía la máquina de pensar en Gladys. ¿Quién sabe cuándo había empezado ese largo soliloquio que ahora me tenía de espectador? “El auto naftero rechaza el órgano implantado. Hay algo en el motor del auto que sabe que eso no le pertenece, no lo asimila. Es tan evidente. Pero la gente para ahorrarse unos mangos termina destruyendo su auto. ¿Me seguís? No es igual a tener todos los elementos que vienen con uno. Mirá”. Y se dio vuelta mientras esperábamos en un semáforo y se sacó la dentadura postiza utilizando para moverla solo su lengua. “¿Ves?, puedo comer, puedo sonreír, pero no es mía esta dentadura y mi cuerpo lo siente y mi mente también”.
Ahora llovía a cántaros sobre la calle empedrada por donde avanzábamos. Me hubiera gustado preguntarle cuándo se le habían empezado a caer los dientes. Yo sueño muy a menudo que se me caen. Es un sueño desconsolador.