¿Lucía Berlin es una escritora? Quiero decir, no hay en su pathos nada que indique que está tratando de escribir siguiendo las modas o tratando de instalarse en alguna corriente. No parece querer ser la cabecera de playa de ningún movimiento literario y sus relatos, más bien, son apuntes desparejos, bocetos, esquemas para domesticar el dolor y lograr pasar el día. Todo lo “literario” parece alejarse corriendo de los cuentos suyos. Estoy hablando de los que están desperdigados al tuntún, en el extraordinario Manual para mujeres de la limpieza.
A Berlin no le interesa armar tampoco ninguna saga novelística, a la manera de Saer o Balzac. Ni mostrar la inteligencia fría y certera de Virginia Woolf. No busca escribir la Gran Novela Americana, solo apenas unos pocos cuadernos repletos de relatos donde el personaje principal –fruto de su experiencia vital– cambia de máscaras pero sin que le importe que se le vea un pedazo de la cara. El personaje principal –casi siempre una mujer– puede ser el mismo de cuento en cuento, pero con otro nombre. ¿Desprolijidad? No, punk.
En este comienzo se llama Carlota: “Carlota despertó, durante la cuarta semana seguida de lluvias de octubre, en el pabellón de desintoxicados del condado. Estoy en un hospital, pensó, y recorrió el pasillo sacudida por los temblores”. Y en este otro el personaje logró salir del hospital y consiguió trabajo: “Soy una mujer de cincuenta y tantos años, soltera. Trabajo en la consulta de un médico. Vuelvo a casa en autobús. Los sábados voy a la lavandería y luego hago la compra en Lucky’s, recojo el Chronicle del domingo y me voy a casa”. En este relato el nombre que usa es el de Enrietta.
Berlin tiene la costumbre de Ethan Hunt, ese agente secreto que cambiaba de identidades como de traje.
Pero es siempre lo mismo. La vida captada en sus pequeños detalles: la marca de un paquete de cigarrillos, el funcionamiento de una lavadora, la forma que toma el humo al salir del cigarro de una mujer que se va quedando dormida por el cansancio del trabajo mientras la hamaca, mecánicamente, el bus que la trae de nuevo a casa. Qué hermoso ser una persona privada y común! “Un indio viejo y alto con unos Levis descoloridos y un bonito cinturón zumi. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Angel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí”, escribe, con un desparpajo mortal.
Mi mamá tenía una amiga que fumaba y hablaba sin parar, se llamaba Elsa y venía a casa enfundada en un tapado verde. Sé que de haber escrito, lo hubiera hecho como Lucia Berlin, sin importancia personal. A la pregunta de Jimi Hendrix –¿tenés experiencia?– ella y Lucía habrían dicho a coro: sí.