A finales del año pasado, en la Web Summit de Lisboa, el secretario general de Naciones Unidas advirtió a los participantes, entre los cuales me encontraba, el hecho de que “la ciencia y la tecnología no son neutrales”. Antonio Guterres agregó en esa ocasión que “podemos erradicar enfermedades con la ingeniería genética, pero también podemos crear monstruos, podemos usar el ciberespacio para mejorar la vida de las personas o para facilitar el terrorismo”.
Los increíbles beneficios que la tecnología aporta todos los días a la humanidad han mitigado el análisis sobre las fracturas que esta también puede generar. Desequilibrios que empiezan a influir en las decisiones de los electores y constituyen uno de grandes temas políticos de 2018.
De hecho, Sociedad posindustrial de Daniel Bell y Era de la información de Manuel Castells ya no parecen conseguir describir con precisión la época que vivimos.
En primer lugar, porque la relevancia que atribuyen al capital humano en el funcionamiento de la economía internacional no se aplica a un modelo industrial cada vez más basado en la inteligencia artificial.
En segundo lugar, porque ambas teorías no valoran adecuadamente el impacto social de un choque de productividad generado por la creciente robotización del trabajo.
Asimismo, porque la acción política a nivel multilateral desempeña un rol secundario en el pensamiento de estos dos ilustres autores.
Nunca antes la transferencia de actividades del hombre hacia la máquina fue tan amplia y veloz, una realidad que exige la atención del concierto de las naciones. En particular para responder a los retos que la cuarta revolución industrial plantea al nivel de la distribución del rendimiento y de la ciberseguridad de los Estados y de sus poblaciones.
El estudio The World Inequality Report, recién publicado por un conjunto de economistas de las Universidades de París y California, demostró que la desigualdad se agravó prácticamente en todos los países desde 1980. La innovación ha aumentado nuestra capacidad de generar riqueza, pero su reparto ha sido y sigue siendo profundamente asimétrico.
En este sentido, la Organización Internacional del Trabajo reconoce incluso que la tecnología representa hoy un riesgo para las economías en desarrollo. En la medida en que su principal ventaja comparativa, el bajo costo de mano de obra, pronto puede ser anulada por los automatismos industriales.
La seguridad cibernética constituye otro desafío global que requiere acción por parte de la comunidad internacional. Ataques informáticos perpetrados por criminales que rara vez dejan rastro son hoy
capaces de paralizar hospitales, bancos, universidades y ministerios. El ciberespacio se ha convertido en un teatro de guerra, pero según la Unión Internacional de Telecomunicaciones la mitad de los países del mundo no cuenta con un plan de seguridad en este campo.
¿Cómo podemos entonces defender la innovación tecnológica y al mismo tiempo evitar la concentración de sus beneficios? ¿Cómo regular el desarrollo tecnológico sin caer en la trampa del proteccionismo? ¿Cómo avanzar rumbo a un sistema de protección colectivo contra los piratas informáticos?
En la actualidad, existen más preguntas que respuestas. Sin embargo, empiezan a surgir algunas ideas. Bill Gates propuso un impuesto sobre robots para que el ingreso obtenido sea utilizado en la creación de empleos en áreas donde las características humanas no pueden ser sustituidas. En Finlandia, por ejemplo, la asignación de una renta básica universal está siendo probada como red de protección social y en Bruselas se está debatiendo la creación de una agencia europea de ciberseguridad.
Todos los caminos están abiertos y hay solo un resultado que no podemos aceptar: desperdiciar la tecnología como instrumento de progreso social y desarrollo humano.
*Embajador en Portugal.