Para la Copa de 2014 Brasil va a invertir unos 12 mil millones de dólares, y casi un tercio de esa cifra en estadios. Parece una enormidad. Y es una enormidad. Pero un estudio encomendado en 2010 por el Ministerio de Deportes reveló que los impactos económicos potenciales resultantes del Mundial pueden llegar a US$ 80 mil millones de dólares; 26% en impactos directos, y el resto, claro, en indirectos. Los beneficios económicos directos se concentran en cinco áreas: infraestructura (US$ 14 mil millones); turismo (US$ 4 mil millones, un tercio originado por turistas extranjeros); generación de empleo (710 mil nuevos trabajos, 330 mil de ellos permanentes); aumento del consumo familiar (US$ 2,1 mil millones) y recaudación tributaria (US$ 7 mil millones).
Si así fuese, no habría nada que reclamar. Sólo la construcción civil generará US$ 3,5 mil millones más en el período 2010-2014. Pero reclamar queda bien, especialmente para una juventud un poco avergonzada del pasado nacional, que quiere que Brasil sea conocido, mundo afuera, no sólo por su fútbol y sus playas. Es el caso de la actriz hermosa que precisa demostrar su talento. Es la vida.
De todos modos, aquellos que “protestaron” contra el Mundial nunca dijeron no quererlo en su país; lo que desearon marcar fueron dos cosas bien diferentes a cualquier rechazo: más transparencia en el control de gastos y que a la salud y la educación se les dé el mismo énfasis que a la Copa del próximo año. El resto es el resto.
Es cierto que no se veían en Brasil manifestaciones tan concurridas y en tantas ciudades al mismo tiempo desde aquellas Diretas já de hace treinta años, cuando los padres de los jóvenes que hoy protestan reclamaban por una apertura democrática. También es cierto que Brasil no vive un año fantástico como fue 2010, ni siquiera bueno como 2011 o aceptable como 2012.
El país no va tan bien, pero tampoco va tan mal: “simplemente” está detenido en su producción y su consumo en el actual semestre, y ese parate suena peor después de batir récords durante varios años seguidos. La Bolsa ya no sube y el dólar da pequeños y prometidos sustos. Pero la tasa de desempleo no llega al 5% (la menor de su historia: 44,9% al año en 1999 y 26% en 2002), lo que se llama “situación de pleno empleo”...
Es cierto que Dilma no es Lula y que la presidencia le queda casi tan grande como a Cristina, a De la Rúa y al propio Alfonsín, entre tantos olvidables... Y que la sombra de Lula, en parte, la perjudica (su imagen cayó a su menor índice: 54% de aprobación, el mismo porcentaje con el que ganó CFK, resultado de su mejor momento de viudez). Es innegable que el PBI del último bienio encogió y la inflación se estiró.
Todo eso es verdad, pero comparado con la actual Europa, el último Estados Unidos y la desgarradora Argentina, digámoslo con todas las letras, Brasil se asemeja al paraíso. Puede no serlo, pero todos ayudan para que lo parezca. Les guste a sus vecinos o no, Brasil es quien mejor sale en la foto de Latinoamérica y es de los pocos sonrientes en cualquier imagen mundial captada en este siglo: en los años 90, Brasil mal conseguía vender títulos de la deuda pública en el exterior con más de seis meses de vencimiento y pagando intereses exorbitantes. Actualmente, vende títulos de la deuda del tesoro de veinte años, a intereses de 2,6%, lo que era impensable.
Hay tres tipos de argentinos si los clasificamos por su feeling brasileño. Unos pocos que conocen bien al país y lo juzgan, adecuadamente, por arriba de Argentina; aquellos que, por ignorancia, creen que Brasil es un país africano –no necesariamente en lo geográfico–, y muchos que por rivalidad futbolera, para decirlo de modo elegante y no decir envidia, intuyen que nos superó y por ello esperan ansiosamente su debacle. Estos últimos pueden esperar sentados para no acalambrarse. No va a pasar. Podrá haber más manifestaciones, pero seguirán cantando el himno nacional en todas ellas y pedirán por la “no violencia” incluso dentro de la propia manifestación (¡los mismos manifestantes denuncian a los infiltrados y revoltosos!).
Sus consignas, que viajan por las redes sociales en cuanto avanzan, son “no politizar” la marcha y “no depredar el patrimonio histórico”: agentes incendiarios como Hebe de Bonafini no existen en la anatomía social brasileña. Oposición desbocada como Lilita Carrió, menos aun. Periodistas camaleónicos como Lanata o Víctor Hugo, tampoco (la prensa es definitivamente más responsable). Desde el gobierno no se provoca y los anti PT no pasan de algunos mensajitos creativos en internet. Como dirían ellos mismos, “no hagamos una tempestad en un vaso de agua”.
Aquí, en San Pablo, a estas horas algunos jovencitos aún andan por las ruas enviando sus últimos tuits, pero casi todo el mundo ya está volviendo a casa. Unos porque quieren ver los partidos de la selección en la Copa de las Confederaciones (Brasil arrancó ganando); otros porque curtieron el rápido, moderno y divertido snobismo de salir a las calles, de acompañar a alguien, de pertenecer a algo y de enviar una foto por celular mostrando que “yo estoy aquí” (si les sacan Twitter se acaban las manifestaciones), y los estudiantes, más calmos, porque el boleto, finalmente, no aumentó. Además, ellos –y justamente ellos– poseen el Billete Unico Estudiante, mensual, que les permite en el Sistema de Transporte Colectivo Urbano Municipal pagar con un descuento de hasta el 50% en ómnibus, micros, trenes y subtes. Pueden también realizar hasta cuatro viajes (conexiones) en un período de dos horas pagando tarifa escolar (también mitad de precio). Puede haber más protestos y, como en un matrimonio donde se comienza discutiendo porque se enfrío la comida y se termina en divorcio, todo puede empeorar. Pero no es lo esperable. Así las cosas, los brasileños continuarán reclamando por lo único que los escuché reclamar en los últimos 23 años: por nunca reclamar…
*Periodista argentino. Director de Perfil Brasil.