“Se reconoce a los maestros de primer rango en el hecho de que, en lo grande como en lo pequeño, saben encontrar
el final de un modo perfecto”
Friedrich Nietzsche (1844-1900); de ‘La gaya ciencia’, 281, (1882)
Ilse insiste para que el pianista Sam toque para ella As time goes by aunque Rick, el dueño del bar, se lo tenía prohibido: esa melodía le recordaba un amor en París que le rompía el corazón. El reencuentro entre la Bergman y Bogart es memorable: pura tensión, perplejidad, deseo. Más tarde Rick, solo, la botella de bourbon a medio tomar, discute con Sam. No quiere irse. “I’m waiting for a lady”, balbucea y maldice su suerte, golpea la mesa, se quiebra. “¡De todos los cafés de todas las ciudades del mundo ella tuvo que venir al mío!” gime, la mano cubriendo su frente. Bogart sufre y nos hace sufrir cada vez que vemos la escena. Maestro.
El gran tema con Casablanca, un film que de haber sido protagonizada por Ronald Reagan y Ann Sheridan, como afirma el mito, nadie recordaría, es su final. Cada vez que la veo tengo la vana ilusión que,
al menos por una vez, el heroico Laszlo, marido de Ilse, subirá solo a ese maldito avión para salvar al mundo y deje que sean Rick y esa mujer que lo admira pero ya no lo ama quienes se pierdan en la densa niebla del aeropuerto; no Bogart y el cínico pero simpático capitán Renault. Debo ser un sentimental, como el militar francés le gustaba definir al imperturbable Bogart.
No es Casablanca el mejor ejemplo del regreso a casa. Muy por el contrario, en la guerra esa ciudad era un no-lugar, una escala para fugitivos, tahúres y espías. Pero esa historia nos habla de otra clase de regreso: la vuelta al gran amor. Aún al imposible, al que uno, mal que le pese, debe renunciar. Pablito Aimar habrá sentido algo de eso, en estos días.
Volver luego de años de exilio, voluntario o forzoso, es otra historia. Algunos regresan para morir en el momento justo y el sitio indicado, como Perón. No todos tienen esa suerte. Pero la mayoría sueña con cerrar el círculo allí, en el que sienten su lugar en el mundo, no importa si el final es perfecto como el de Verón, Heinze, Maxi o Milito. Más tarde o más temprano cada uno descubre, con algo de pena y alivio, que nadie es el mismo ni vuelve jamás al mismo río, como decía Heráclito. No está tan mal. Escribir una nueva historia donde tanto se ha vivido es algo que vale todas las penas.
Tevez volvió a los 31 porque “está hecho”, dicen. La frase, lejos de cuestiones ontológicas, se refiere a un tema muy terrenal. Traduzco. “En diez años la juntó en pala y ahora puede hacer lo que quiera”. Lo que es más fácil de decir que de hacer, sobre todo si repasamos la enorme legión de jugadores nativos que gastan sus últimos cartuchos a cambio de divisa fuerte en ligas inverosímiles.
Tevez vuelve porque lo necesita y no lo hace gratis. En todo caso, resigna algo que tiene y le sobra: dinero. Lo que mueve al mundo, dicen. No es verdad. Lo que mueve el mundo es el amor. Incluso, el amor al dinero. No todos son Bogart.
“Jugar tanto te termina aburriendo”, confesó quien apiló millones y copas en los dos clubes de Manchester, una pequeña ciudad muy british que parecía hecha a su no-medida, y en Turín, el centro de la Italia industrial, rica, esa que enfrentó el Napoli maradoniano, discriminado y marginal.
Tevez es lo que llaman “un ganador”. Campeón en todos sus clubes excepto en el West Ham, donde logró una hazaña aún mayor: salvarlo del descenso casi solo, con un técnico que no lo quería. Enamoró a sus hinchadas y se hizo rico dándole duro al entrenamiento, disfrutando el juego lo que pudo sin olvidar quién era ni de dónde venía. Su gran triunfo es haber resistido. No haberse sentido otro. No desclasarse. Por eso la gente le cree cuando habla. Y yo también.
Nunca entendí de qué juega, pero lo hará bien, como casi siempre, y más con un 9 adelante. Meterá goles y será una fiesta; lo que no significa que Boca será campeón, sí o sí. Un equipo no se arma alrededor de un solo jugador, aunque si uno repasa ese plantel, hum… sería un golpe durísimo para Angelici perder su última carta. La más cara.
Ayer nomás era Daniel Osvaldo quien, en menor escala, instalaba la idea de un Boca Galáctico. Un 9 del Primer Mundo, con novia actriz y partidos con la azzurra. Un éxito seguro que terminó en desastre. Caso extraño el de Osvaldo. Si me apuran, hasta más interesante que el de Tevez, un héroe convencional, sin dobleces, más allá de alguna debilidad juvenil.
Osvaldo no parece, como Tevez, aburrido de este futbol superprofesionalizado que paga fortunas por máquinas descartables. Es algo más complejo. Parece aburrido de la vida. Por eso, intuyo, necesita cambiar, todo el tiempo. De club, de ciudad, de mujeres. Va, viene, se pelea, vuelve a irse, sube a escenarios en lugar de entrenar y ahora, parece, quiere vivir en la intensa Sevilla y jugar en el Betis, contrato normalito. Uno cree que da para más, pero no hay caso. Su vida es así: no sabe lo que quiere, pero lo quiere ya.
Tevez parece la hormiga de la fábula y Osvaldo, la cigarra despreocupada y divertida. Detesto las fábulas y sus estúpidas simplificaciones, pero debo admitir que algo de esto aparece en las historias de uno y otro.
A Osvaldo le salió casi todo mal. Pero ni en sus peores momentos logró caerme antipático. No es Tevez, ni siquiera otros tantos delanteros de la elite europea, pero tiene talento y sabe jugar, un don que utiliza hasta que se cansa y se diluye en conflictos insólitos. No le vendría mal dejar de girar por el mundo, aturdiéndose, mientras gana y pierde al mismo tiempo. Ojalá un día lo enamore más el silencio –que es la llave de la música, por cierto–, y sienta, por fin, algo de paz. De verdad se lo deseo.
Increíble. Volvió Tevez, es tapa de todos los diarios y vos, Asch, te ponés a pensar qué será del Johnny Depp de Cinecittà. Ay.
La vida es rara.