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Tiempo perdido y recobrado

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Ya de chico la realidad de las cosas tendía a resultarme incomprensible. No sólo me asombraba que el mundo en tanto mundo existiera desde antes de mi nacimiento, o, lo que es lo mismo, que yo no existiera desde el comienzo, sino que también me desconcertaba que, en tanto tal, el mundo fuera como es, y no distinto. Recuerdo, por ejemplo, la caminata matutina hacia el colegio. El barrio, con sus casas de techos bajos, rejas pintadas de negro, falsos aljibes, cactus pinchudos y enanitos de jardín cargando carretillas de cemento, ese barrio que hoy posee la ternura propia de toda evocación, entonces tenía todo el aire de una pesadilla que debía ser atravesada para llegar a un ámbito no menos asfixiante: la escuela. Como buen obsesivo, yo, con el estómago lleno del relente ácido del café con leche, saltaba baldosas en el estilo par-impar o blancas-negras-blancas, pero sobre todo organizaba mis recorridos tratando de pasar por aquellas cuadras que, dentro de ese catálogo de fealdades suburbanas, contenían algo menos de infierno en su seno, y trataba de hacerlo durar, y darle espacio. Lo que significaba que aun en aquel barrio alejado de la mano de Dios podía encontrar algún ámbito de belleza. Algún jardín bien cuidado, algún detalle de armonía, un casual acierto de perfecta asimetría. Así también ocurría en los viajes de vacaciones, ida y vuelta a Mar del Plata en nuestro Peugeot 403 amarillo y lentísimo. El silencio malhumorado de mi padre, que lleno de responsabilidad de conductor musitaba monosílabos criticones cuando mi madre le alcanzaba el mate; la actitud culposa de mi madre, siempre dispuesta a ser encontrada en falta. A mi hermana no la recuerdo en su accionar; posiblemente se entretenía jugando con sus muñecas. La aporía de Zenon es brillante pero es falsa; el espacio es infinitamente divisible en puntos, pero igual se avanza; lo insoportable es el tiempo que parece no transcurrir entre punto y punto. Salíamos temprano a la mañana, de madrugada, para no encontrar la ruta cargada, para no soportar el bochorno del mediodía, para no tener que desayunar y almorzar y merendar en los paraderos o restaurantes de la ruta; igual, saliéramos cuando saliésemos, llegábamos tarde en la noche, luego de haber soportado la infamia del sol que horadaba el techo del vehículo o que provocaba un reflejo insoportable al ser recibido de frente –“¡así no se puede manejar!”, se quejaba mi viejo–. O que caía de costado quemándole sólo el brazo izquierdo. ¿Con qué se podía distraer un chico, salvo con la lectura?

Así, de golpe, lo infernal del tiempo perdido se volvía el paraíso del momento recuperado en la instantaneidad sucesiva, condensación vital, instante puro, de lo leído. ¿Qué leía yo? No lo sé. Pero sí recuerdo que a veces, cuando el traqueteo del Peugeot me impedía leer, yo alzaba la vista y, aunque hubiesen pasado horas, creía encontrarme en el mismo universo espacio-temporal que había abandonado al sumergirme en la lectura. Entonces me aplicaba a un recurso de autohipnosis propio del chico autista que viajando en auto ya era. Clavaba la vista en la cinta monótona de la ruta, dividida por la línea de alquitrán, y miraba a lo lejos. Y a lo lejos, adelante, en el punto mismo de la disipación, había un brillo, un reflejo del sol, como el espejismo de un oasis en el desierto. En ese momento, la angustia de la duración se condensaba, coagulaba en lo infernal, y yo ansiaba su disipación diciéndome: “Ojalá ya estuviéramos en ese punto”. Claro que ese modesto espejismo rutero tenía la cualidad propia de todo espejismo: se disipaba apenas uno iba acercándose. Y de inmediato era sustituido por otro. Lo insoportable se volvía un tiempo infinito, y el punto de alivio se iba alejando, siempre a la misma distancia, hasta que por fin llegábamos al punto de arribo: el tedio marplatense de los idílicos tiempos previos a la gritona espectacularidad de los Pimpinela.

Así ocurría en mi infancia y así ocurre ahora. Sólo que el espejismo es el punto mismo de la literatura. Uno escribe para llegar a ese punto al que no se llega, y entretanto se lo ve resplandecer a lo lejos; uno, que sabe que nunca va a llegar, sigue.