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Tiempo y vestido

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Años hace, muchos años para decir la verdad, cuando existía esa extraña fiesta llamada Carnaval (que a veces, confieso, extrañamos), a las niñas nos vestían con preciosos atuendos de duquesas, “damas antiguas” (qué querría decir eso, por favor), marquesas, reinas con María Antonieta y todo, aunque espero que no con el verdugo, y cualquier otro disfraz que nos elevara por sobre el común de las gentes. Así, desde acá, tan lejos cronométricamente hablando, a una le da cierta nostalgia. Caramba, ¿por qué una no puede vestirse de lo que quiera, y no sólo en carnaval sino siempre, lunes, martes, miércoles y etcétera, eh? ¿Por qué no? Sí, claro, ya sé, no me lo diga, si apareciéramos en la peatonal vestidas de miriñaques volados encajes mangas abullonadas escotes velos y sea lo que fuere que usaron las señoronas de otros tiempos, capaz que nos llevan presas por escándalo público y eso sería una lástima. También es cierto que tendríamos un montón de trabajo porque una cosa es enfundarse en unas calzas estampadas y un sweater beige (o vestidito de algodón sin mangas y sandalias en el bendito y lejano verano) y muy otra meterse dentro de aquellos trajes complicados y pesados y, una no puede dejar de considerarlo, difíciles de limpiar. Creo que nos va muy bien en esta nuestra época, si pensamos en lo que nos ponemos encima. Nosotras, que lo que se ponen encima nuestros padres, hermanos, parejas, etcétera ya es otra cosa muy pero muy distinta, pobres de ellos, aunque últimamente pareciera que están a punto de liberarse de ciertos tabúes sastreriles y ojalá lo logren.
Caramba, empecé estas líneas decidida a hacer un repaso, cortito e ilustrativo, de la historia del traje. Lamento haberme entretenido con las costuras laterales y no haber atacado directamente los moldes tradicionales. Ya no me queda tiempo ni espacio. Se lo prometo para la próxima vez, estimado señor, con pieles de tigre, togas, fracs y túnicas, faltaba más.