E l otro día, el cineasta Adrián Caetano me decía que el género policial sigue teniendo una nobleza rendidora. Coincido: el policial sigue vivo y tiene de todo. En la misma semana me encontré con un libro que termina el día del ataque a Pearl Harbour y otro que empieza cuando Japón se rinde. Es cierto que el policial da para mucho, pero Tokio también: no hay una ciudad parecida y sólo Sofia Coppola ha sido insensible a sus encantos.
Pero vayamos por partes, aunque no se trata de relatos de descuartizados, aunque sí de cabezas cortadas en un caso y de mujeres estranguladas en el otro. El primer libro es Tokyo Station, de Martin Cruz Smith (1942), un autor mucho más interesante de lo que sugiere la Wikipedia, siempre tan floja en literatura. Smith escribió Gorki Park, espectacular novela de intriga e inesperado retrato de la Unión Soviética bajo Brezhnev, y es siempre entretenido, imaginativo y romántico, pero también preciso en cuanto al contexto. Buenos ejemplos son sus dos novelas dedicadas a la energía atómica: Los álamos, sobre la construcción de la bomba, y Tiempo de lobos, sobre Chernobil y sus consecuencias. Tokyo Station es tal vez su ficción más libre y Smith logra plantar una narración disparatada, una mezcla de Casablanca con Madame Butterfly bajo la supervisión de Mishima, en un contexto hiperrealista: los últimos días del Tokio de preguerra, una ciudad en ebullición, con el tremendo contraste entre el dominante nacionalismo militarista y un submundo colorido, marginal y cosmopolita, ideal para que el héroe de la novela sea un pariente del Rick Blaine de Bogart, jugador cínico pero de corazón blando envuelto en todo tipo de intrigas amorosas y maniobras de espionaje. Pero al leer como el general Tojo, a punto de lanzar a su país a una aventura descabellada, arenga a la multitud y les promete el triunfo en un discurso enceguecido de voluntarismo (“La clave de la victoria radica en la misma fe en la victoria. Han pasado veintiséis siglos desde su fundación, y nuestro Imperio jamás ha sido vencido en el campo de batalla”) el lector argentino no puede menos que evocar al General Galtieri y la euforia con la que su demencia criminal era aplaudida por sus compatriotas.
El otro libro es Tokio, año cero, de David Peace. Está basado en el caso de un asesino serial y ambientado en una ciudad en la miseria, devastada por los bombardeos y ocupada por los americanos. El héroe es ahora un policía sucio, psicótico, corrupto y obsesivo cuyo rítmico monólogo interior Piece reproduce hasta un paroxismo celiniano: “¿Es el negro blanco? ¿O es el blanco negro? ¿Son los hombres las mujeres? ¿O son las mujeres los hombres? ¿Son los valientes los que están asustados? ¿O bien los que están asustados son los valientes?” Peace –autor del cuarteto de novelas Red Riding, cuyo trasfondo es el deterioro social de la clase obrera en Leeds– vivió quince años en Japón y el país lo fascina, con sus enormes contradicciones y su flagrante locura. Lúgubre y sórdido, Tokio año cero es la contrapartida del burbujeante Tokyo Station, pero también su consecuencia lógica desde el punto de vista histórico. Ambos me tuvieron en vilo, aunque al final quedé un poco decepcionado: el de Smith tiene un final abierto, pero el de Peace no lo entendí. Aun así son atractivos los policiales.